Según
Hannah Arendt:
A)
Por medio de la labor, los seres humanos producen lo
vitalmente necesario que debe alimentar el proceso de la vida del
cuerpo humano. Y dado que este proceso vital, a pesar de conducirnos
en un progreso rectilíneo de declive desde el nacimiento a la
muerte, es en sí mismo circular, la propia actividad de la labor
debe seguir el ciclo de la vida, el movimiento circular de nuestras
funciones corporales, lo que significa que la actividad de la labor
no conduce nunca a un fin mientras dura la vida; es indefinidamente
repetitiva. A diferencia del trabajo, cuyo fin llega cuando el objeto
está acabado, listo para ser añadido al mundo común de las cosas y
de los objetos, la labor se mueve siempre en el mismo ciclo prescrito
por el organismo vivo, y el final de sus fatigas y problemas sólo se
da con el fin, es decir, con la muerte del organismo individual. En
otras palabras, la labor produce bienes de consumo, y laborar y
consumir no son más que dos etapas del siempre recurrente ciclo de
la vida biológica. Cobra pleno sentido la expresión “Sus
labores” para referirse al trabajo del ama de casa y de ahí las
discusiones que suscita pedir un salario para ellas.
B)
El trabajo -esto no significa que “laborar” no sea
tan importante o más que “trabajar”- consiste en elaborar un
producto final en el doble sentido de que el proceso de producción
termina allí y de que sólo es un medio para producir tal fin. A
diferencia de la actividad de la labor, donde la labor y el consumo
son sólo dos etapas de un idéntico proceso -el proceso vital del
individuo o de la sociedad- la fabricación y el uso son dos procesos
enteramente distintos. El fin del proceso de fabricación se da
cuando la cosa está terminada, y este proceso no necesita ser
repetido. El impulso hacia la repetición procede de la necesidad del
artesano de ganarse su medio de subsistencia, esto es, del elemento
de la labor inherente a su trabajo, o puede también provenir de la
demanda de multiplicación en el mercado. En ambos casos, el proceso
es repetido por razones externas a sí mismo, a diferencia de la
compulsiva repetición inherente a la labor, en que uno debe comer
para poder laborar y debe laborar para poder comer. No se debe
confundir la multiplicación y la repetición, que una máquina
podría ejecutar mejor y más productivamente. La multiplicación
realmente multiplica las cosas, mientras que la repetición
simplemente sigue el recurrente ciclo de la vida en el que sus
productos desaparecen casi tan rápidamente como han aparecido.
Tener
un comienzo definido y un fin determinado predecible es la
característica de la fabricación, que a través de este solo rasgo
se distingue de todas las demás actividades humanas. La labor,
atrapada en el movimiento cíclico del proceso biológico, carece de
principio y, propiamente hablando, de fin -solamente pausas,
intervalos entre agotamiento y regeneración. La acción, a pesar de
que puede tener un comienzo definido, nunca tiene, como veremos, un
fin predecible. Esta gran fiabilidad del trabajo se refleja en el
hecho de que el proceso de fabricación, a diferencia de la acción,
no es irreversible: todo lo producido por las manos humanas puede ser
destruido por ellas y ningún objeto de uso se necesita tan
urgentemente en el proceso vital como para que su fabricante no pueda
sobrevivir a su destrucción y afrontarla. El hombre, el fabricante
del artificio humano, de su propio mundo, es realmente un dueño y
señor, no sólo porque se ha impuesto como el amo de toda la
naturaleza, sino también porque es dueño de sí mismo y de sus
actos. Esto no puede decirse ni de la labor, en la que permanece
sujeto a sus necesidades vitales, ni de la acción, en la que depende
de sus semejantes. Sólo con su imagen del futuro producto, el Homo
faber es libre para producir, y también sólo frente al trabajo
de sus manos es libre de destruirlo.
Dije
antes que todos los procesos de fabricación están determinados por
las categorías de medio y fin. Esto se manifiesta muy claramente en
el importante papel que desempeñan en ella las herramientas y los
útiles. Desde el punto de vista del Homo faber, el hombre es
en efecto, como dijo Benjamin Franklin, un «fabricador de útiles».
Por supuesto que las herramientas y utensilios son también usados en
el proceso de la labor, como sabe toda ama de casa que orgullosamente
posee todos los chismes de una cocina moderna, pero estos utensilios
tienen un carácter y función diferente cuando son usados para la
labor; sirven para aligerar el peso y mecanizar la labor del
laborante. Son, por así decirlo, antropocéntricos, mientras que las
herramientas de la fabricación son diseñadas e inventadas para la
fabricación de cosas; su idoneidad y precisión son dictadas por
propósitos «objetivos» mucho más que por necesidades y exigencias
subjetivas. Además, cada proceso de fabricación produce cosas que
duran considerablemente más tiempo que el proceso que las llevó a
la existencia, mientras que en un proceso de labor, que da a luz a
estos bienes de «corta duración», las herramientas y útiles que
se usan son las únicas cosas que sobreviven al propio proceso de la
labor. Son cosas de uso para la labor, y como tales no son el
resultado del mismo proceso de la labor. Lo que domina la labor que
hacemos con el propio cuerpo, e incidentalmente todos los procesos de
trabajo ejecutados según el modo de la labor, no es ni el esfuerzo
intencionado ni el mismo producto, sino el movimiento y el ritmo que
el proceso impone a los que laboran. Los utensilios de la labor son
atraídos hacia este ritmo en el que el cuerpo y la herramienta giran
en el mismo movimiento repetitivo -hasta en el uso de las máquinas,
cuyo movimiento está más adaptado a la ejecución de la labor, ya
no es el movimiento del cuerpo el que determina el movimiento del
utensilio, sino que es el movimiento de la máquina el que fuerza los
movimientos del cuerpo, mientras que, en un estadio más avanzado, lo
substituye del todo-. Me parece altamente significativo que la tan
discutida cuestión de si el hombre debe «adaptarse» a la máquina
o la máquina debe ser adaptada a la naturaleza del hombre, no ha
surgido nunca con respecto a los simples útiles y herramientas. Y la
razón es que todas las herramientas del artificio permanecen siervas
de la mano, mientras que las máquinas exigen de hecho que quien
labora sirva, que adapte el ritmo natural de su cuerpo a su
movimiento mecánico. En otras palabras, incluso en la herramienta
más refinada existe una sierva incapaz de dirigir o de substituir a
la mano; incluso la máquina más primitiva guía y reemplaza
idealmente la labor del cuerpo.
La experiencia más fundamental que tenemos de la instrumentalidad
surge del proceso de fabricación. Y aquí sí que es cierto que el
fin justifica los medios: más aún, los produce y los organiza. El
fin justifica la violencia ejercida sobre la naturaleza para obtener
el material, tal como la madera justifica que matemos el árbol, y la
mesa justifica la destrucción de la madera. Del mismo modo, el
producto final organiza el propio proceso de trabajo, decide los
especialistas que necesita, la medida de cooperación, el número de
participantes o de cooperadores. De ahí que todo y todos sean
juzgados en términos de su utilidad y adecuación al producto final
deseado y a nada más.
De
forma bastante extraña, la validez de la categoría medio-fin no se
agota con el producto final para el que todo y todos devienen un
medio. A pesar de que el objeto es un fin con respecto al medio a
través del cual ha sido producido y es el fin del proceso de
fabricación, nunca se convierte, por así decirlo, en un fin en sí
mismo, al menos no mientras sigue siendo un objeto de uso. Éste
inmediatamente se sitúa en otra cadena de medio-fin en virtud de su
efectiva utilidad; como mero objeto de uso se convierte en un medio
para, digamos, una vida confortable, o como objeto de cambio, es
decir, en la medida en que se ha atribuido un valor definido al
material usado en su fabricación, se convierte en un medio para
obtener otros objetos.
La
acción
es la capacidad de comenzar algo nuevo. Todas las
actividades humanas están condicionadas por el hecho de la
pluralidad humana, por el hecho de que no es ser humano, sino los
humanos, en plural quienes habitan la tierra y de un modo u otro
viven juntos. Vivir siempre significa vivir entre los hombres, vivir
entre los que son mis iguales. Dado que siempre actuamos en una red
de relaciones, las consecuencias de cada acto son ilimitadas, toda
acción provoca no solo una reacción sino una reacción en cadena,
todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles. Este
carácter ilimitado es inevitable. Sin embargo, en claro contraste
con esta fragilidad y esta falta de fiabilidad de los asuntos
humanos, hay otra característica de la acción humana que parece
convertirla en más peligrosa de lo que tenemos derecho a admitir. Y
es el simple hecho de que, aunque no sabemos lo que estamos haciendo,
no tenemos ninguna posibilidad de deshacer lo que hemos hecho.
Hannah
Arendt deshace ciertos malentendidos que genera el concepto de
PRAXIS (que procede del griego y que se
escucha hoy en día de modo más o menos frecuente cuando se dice
“buena praxis” o “mala praxis”, especialmente en la
Medicina). Marx llamaba “praxis”
la capacidad que tiene el ser humano para transformar el medio y
organizar su vida. Pero Hannah Arendt distingue la praxis de
la toma de decisiones o realización de acciones y,
además, sub-divide esta praxis en, por un lado, la que se destina a
la reproducción de los medios de vida (cocinar, lavar, etcétera) y,
por otro, la producción de mercancías (con o sin ayuda de máquinas)
que salen al mercado y no se quedan en artesanía que se usa en el
hogar.