Prólogo-.
Una metafísica de las costumbres es, pues, indispensable, necesaria, y lo es, no sólo por razones de orden especulativo para descubrir el origen de los principios prácticos que están a priori en nuestra razón, sino porque las costumbres mismas están expuestas a toda suerte de corrupciones, mientras falte ese hilo conductor y norma suprema de su exacto enjuiciamiento. Porque lo que debe ser moralmente bueno no basta que sea conforme a la ley moral, sino que tiene que suceder por la ley moral; de lo contrario, esa conformidad será muy contingente e incierta, porque el fundamento inmoral producirá a veces acciones conformes a la ley, aun cuando más a menudo las produzca contrarias. Ahora bien; la ley moral, en su pureza y legítima esencia -que es lo que más importa en lo práctico-, no puede buscarse más que en una filosofía pura; esta metafísica deberá, pues, preceder, y sin ella no podrá haber filosofía moral ninguna, y aquella filosofía que mezcla esos principios puros con los empíricos no merece el nombre de filosofía -pues lo que precisamente distingue a ésta del conocimiento vulgar de la razón es que la filosofía expone en ciencias separadas lo que el conocimiento vulgar concibe sólo mezclado y confundido-, y mucho menos aún el de filosofía moral, porque justamente con esa mezcla de los principios menoscaba la pureza de las costumbres y labora en contra de su propio fin.
Y no se piense que lo que aquí pedimos sea algo de lo que tenemos ya en la propedéutica, que el célebre Wolff antepuso a su filosofía moral, a saber: esa que él llamó filosofía práctica universal, el camino que hemos de emprender es totalmente nuevo. Precisamente porque la de Wolff debía ser una filosofía práctica universal, no hubo de tomar en consideración una voluntad de especie particular, por ejemplo, una voluntad que no se determinase por ningún motivo empírico y sí sólo y enteramente por principios a priori, una voluntad que pudiera llamarse pura, sino que consideró el querer en general, con todas las acciones y condiciones que en tal significación universal le corresponden, y eso distingue su filosofía práctica universal de una metafísica de las costumbres, del mismo modo que la lógica universal se distingue de la filosofía trascendental, exponiendo aquélla las acciones y reglas del pensar en general, mientras que ésta expone sólo las particulares acciones y reglas del pensar puro, es decir, del pensar por el cual son conocidos objetos enteramente a priori. Pues la metafísica de las costumbres debe investigar la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones y condiciones del querer humano en general, las cuales, en su mayor parte, se toman de la psicología. Y el hecho de que en la filosofía práctica universal se hable -contra toda licitud- de leyes morales y de deber, no constituye objeción contra mis afirmaciones, pues los autores de esa ciencia permanecen en eso fieles a la idea que tienen de la misma; no distinguen los motivos que, como tales, son representados enteramente a priori sólo por el entendimiento, y que son los propiamente morales, de aquellos otros motivos empíricos que el entendimiento, comparando las experiencias, eleva a conceptos universales; y consideran unos y otros, sin atender a la diferencia de sus orígenes, solamente según su mayor o menor suma -estimándolos todos por igual-, y de esa suerte se hacen su concepto de obligación, que desde luego es todo lo que se quiera menos un concepto moral, y resulta constituido tal y como podía pedírsele a una filosofía que no juzga sobre el origen de todos los conceptos prácticos posibles, tengan lugar a priori o a posteriori.
Mas, proponiéndome yo dar al público muy pronto una metafísica de las costumbres, empiezo por publicar esta Fundamentación. En verdad, no hay para tal metafísica otro fundamento, propiamente, que la crítica de una razón pura práctica, del mismo modo que para la metafísica [de la naturaleza] no hay otro fundamento que la ya publicada crítica de la razón pura especulativa. Pero aquélla no es de tan extrema necesidad como ésta, porque la razón humana, en lo moral, aun en el más vulgar entendimiento, puede ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión; mientras que en el uso teórico, pero puro, es enteramente dialéctica. Además, para la crítica de una razón pura práctica exigiría yo, si ha de ser completa, poder presentar su unidad con la especulativa, en un principio común a ambas, porque al fin y al cabo no pueden ser más que una y la misma razón, que tienen que distinguirse sólo en la aplicación. Pero no podría en esto llegar todavía a ser lo completo que es preciso ser, sin entrar en consideraciones de muy distinta especie y confundir al lector. Por todo lo cual, en lugar de Crítica de la razón pura práctica, empleo el nombre de Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
En tercer lugar, como una metafísica de las costumbres, a pesar del título atemorizador, es capaz de llegar a un grado notable de popularidad y acomodamiento al entendimiento vulgar, me ha parecido útil separar de ella la presente elaboración de los fundamentos, para no tener que introducir más tarde, en teorías más fáciles de entender, las sutilezas que en estos fundamentos son inevitables.
Sin embargo, la presente fundamentación no es más que la investigación y asiento del principio supremo de la moralidad, que constituye un asunto aislado, completo en su propósito, y que ha de separarse de cualquier otra investigación moral. Ciertamente que mis afirmaciones sobre esa cuestión principal importantísima, y hasta hoy no dilucidada, ni con mucho, satisfactoriamente, ganarían en claridad aplicando el mismo principio al sistema todo y obtendrían notable confirmación haciendo ver cómo en todos los puntos se revelan suficientes y aplicables; pero tuve que renunciar a tal ventaja, que en el fondo sería más de amor propio que de general utilidad, porque la facilidad en el uso y la aparente suficiencia de un principio no dan una prueba enteramente segura de su exactitud; más bien, por el contrario, despierta cierta sospecha de parcialidad el no investigarlo por sí mismo sin atender a las consecuencias, y pesarlo con todo rigor.
Me parece haber elegido en este escrito el método más adecuado, que es el de pasar analíticamente del conocimiento vulgar a la determinación del principio supremo del mismo, y luego volver sintéticamente de la comprobación de ese principio y de los orígenes del mismo hasta el conocimiento vulgar, en donde encuentra su uso. La división es, pues, como sigue:
1. Primer capítulo.- Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.
2. Segundo capítulo.- Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.
3.Tercer capítulo.- Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica.
Y no se piense que lo que aquí pedimos sea algo de lo que tenemos ya en la propedéutica, que el célebre Wolff antepuso a su filosofía moral, a saber: esa que él llamó filosofía práctica universal, el camino que hemos de emprender es totalmente nuevo. Precisamente porque la de Wolff debía ser una filosofía práctica universal, no hubo de tomar en consideración una voluntad de especie particular, por ejemplo, una voluntad que no se determinase por ningún motivo empírico y sí sólo y enteramente por principios a priori, una voluntad que pudiera llamarse pura, sino que consideró el querer en general, con todas las acciones y condiciones que en tal significación universal le corresponden, y eso distingue su filosofía práctica universal de una metafísica de las costumbres, del mismo modo que la lógica universal se distingue de la filosofía trascendental, exponiendo aquélla las acciones y reglas del pensar en general, mientras que ésta expone sólo las particulares acciones y reglas del pensar puro, es decir, del pensar por el cual son conocidos objetos enteramente a priori. Pues la metafísica de las costumbres debe investigar la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones y condiciones del querer humano en general, las cuales, en su mayor parte, se toman de la psicología. Y el hecho de que en la filosofía práctica universal se hable -contra toda licitud- de leyes morales y de deber, no constituye objeción contra mis afirmaciones, pues los autores de esa ciencia permanecen en eso fieles a la idea que tienen de la misma; no distinguen los motivos que, como tales, son representados enteramente a priori sólo por el entendimiento, y que son los propiamente morales, de aquellos otros motivos empíricos que el entendimiento, comparando las experiencias, eleva a conceptos universales; y consideran unos y otros, sin atender a la diferencia de sus orígenes, solamente según su mayor o menor suma -estimándolos todos por igual-, y de esa suerte se hacen su concepto de obligación, que desde luego es todo lo que se quiera menos un concepto moral, y resulta constituido tal y como podía pedírsele a una filosofía que no juzga sobre el origen de todos los conceptos prácticos posibles, tengan lugar a priori o a posteriori.
Mas, proponiéndome yo dar al público muy pronto una metafísica de las costumbres, empiezo por publicar esta Fundamentación. En verdad, no hay para tal metafísica otro fundamento, propiamente, que la crítica de una razón pura práctica, del mismo modo que para la metafísica [de la naturaleza] no hay otro fundamento que la ya publicada crítica de la razón pura especulativa. Pero aquélla no es de tan extrema necesidad como ésta, porque la razón humana, en lo moral, aun en el más vulgar entendimiento, puede ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión; mientras que en el uso teórico, pero puro, es enteramente dialéctica. Además, para la crítica de una razón pura práctica exigiría yo, si ha de ser completa, poder presentar su unidad con la especulativa, en un principio común a ambas, porque al fin y al cabo no pueden ser más que una y la misma razón, que tienen que distinguirse sólo en la aplicación. Pero no podría en esto llegar todavía a ser lo completo que es preciso ser, sin entrar en consideraciones de muy distinta especie y confundir al lector. Por todo lo cual, en lugar de Crítica de la razón pura práctica, empleo el nombre de Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
En tercer lugar, como una metafísica de las costumbres, a pesar del título atemorizador, es capaz de llegar a un grado notable de popularidad y acomodamiento al entendimiento vulgar, me ha parecido útil separar de ella la presente elaboración de los fundamentos, para no tener que introducir más tarde, en teorías más fáciles de entender, las sutilezas que en estos fundamentos son inevitables.
Sin embargo, la presente fundamentación no es más que la investigación y asiento del principio supremo de la moralidad, que constituye un asunto aislado, completo en su propósito, y que ha de separarse de cualquier otra investigación moral. Ciertamente que mis afirmaciones sobre esa cuestión principal importantísima, y hasta hoy no dilucidada, ni con mucho, satisfactoriamente, ganarían en claridad aplicando el mismo principio al sistema todo y obtendrían notable confirmación haciendo ver cómo en todos los puntos se revelan suficientes y aplicables; pero tuve que renunciar a tal ventaja, que en el fondo sería más de amor propio que de general utilidad, porque la facilidad en el uso y la aparente suficiencia de un principio no dan una prueba enteramente segura de su exactitud; más bien, por el contrario, despierta cierta sospecha de parcialidad el no investigarlo por sí mismo sin atender a las consecuencias, y pesarlo con todo rigor.
Me parece haber elegido en este escrito el método más adecuado, que es el de pasar analíticamente del conocimiento vulgar a la determinación del principio supremo del mismo, y luego volver sintéticamente de la comprobación de ese principio y de los orígenes del mismo hasta el conocimiento vulgar, en donde encuentra su uso. La división es, pues, como sigue:
1. Primer capítulo.- Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.
2. Segundo capítulo.- Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.
3.Tercer capítulo.- Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica.
Primer Capítulo-.
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo poseo su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados-, que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.
Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza, al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experinientados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.
Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad.
Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.
Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.
La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.
La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.
Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción.
Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.
Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún ciertamente el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.
Así, pues, hemos negado al principio del conocimiento moral de la razón vulgar del hombre. La razón vulgar no precisa este principio así abstractamente y en una forma universal; pero, sin embargo, lo tiene continuamente ante los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos. Fuera muy fácil mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que ocurren qué es bien, qué mal, qué conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender tan sólo, como Sócrates hizo, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso. Y esto podía haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede verse, no sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica en el entendimiento vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En lo práctico, en cambio, comienza la facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas todos los motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con su conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba llamarse justo, ya sea que quiera sinceramente, para su propia enseñanza, determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente, puede en este último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi con más seguridad que último, porque el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en multitud de consideraciones extrañas y ajenas al asunto y apartarlo así de la dirección recta. ¿No se da, pues, lo mejor atenerse, en las cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, en manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las mismas para el uso -aunque más aún para la disputa-, sin quitarle al entendimiento humano vulgar, en el sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de la investigación y enseñanza?
¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje fácilmente seducir! Por eso la sabiduría misma -que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber- necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración. El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamientos del deber, que la razón le presenta tan dignos de respeto; consiste esa fuerza contraria en sus necesidades y sus inclinaciones, cuya satisfacción total comprende bajo el nombre de felicidad. Ahora bien; la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por decirlo así, y desatención hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aceptables al parecer -que ningún mandamiento consigue nunca anular-. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estricta, a acomodarlas en lo posible a nuestros deseos y a nuestras inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y a privarlas de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la misma razón práctica vulgar no puede aprobar.
De esta suerte, la razón humana vulgar se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación -cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente la sana razón-, sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones; así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios morales por la ambigüedad en que fácilmente cae. Se va tejiendo, pues, en la razón práctica vulgar, cuando se cultiva, una dialéctica inadvertida, que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede en el uso teórico, y ni la práctica ni la teórica encontrarán paz y sosiego a no ser en una crítica completa de nuestra razón.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo poseo su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados-, que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.
Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza, al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experinientados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.
Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad.
Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.
Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.
La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.
La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.
Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción.
Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.
Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún ciertamente el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.
Así, pues, hemos negado al principio del conocimiento moral de la razón vulgar del hombre. La razón vulgar no precisa este principio así abstractamente y en una forma universal; pero, sin embargo, lo tiene continuamente ante los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos. Fuera muy fácil mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que ocurren qué es bien, qué mal, qué conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender tan sólo, como Sócrates hizo, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso. Y esto podía haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede verse, no sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica en el entendimiento vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En lo práctico, en cambio, comienza la facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas todos los motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con su conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba llamarse justo, ya sea que quiera sinceramente, para su propia enseñanza, determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente, puede en este último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi con más seguridad que último, porque el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en multitud de consideraciones extrañas y ajenas al asunto y apartarlo así de la dirección recta. ¿No se da, pues, lo mejor atenerse, en las cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, en manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las mismas para el uso -aunque más aún para la disputa-, sin quitarle al entendimiento humano vulgar, en el sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de la investigación y enseñanza?
¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje fácilmente seducir! Por eso la sabiduría misma -que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber- necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración. El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamientos del deber, que la razón le presenta tan dignos de respeto; consiste esa fuerza contraria en sus necesidades y sus inclinaciones, cuya satisfacción total comprende bajo el nombre de felicidad. Ahora bien; la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por decirlo así, y desatención hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aceptables al parecer -que ningún mandamiento consigue nunca anular-. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estricta, a acomodarlas en lo posible a nuestros deseos y a nuestras inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y a privarlas de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la misma razón práctica vulgar no puede aprobar.
De esta suerte, la razón humana vulgar se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación -cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente la sana razón-, sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones; así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios morales por la ambigüedad en que fácilmente cae. Se va tejiendo, pues, en la razón práctica vulgar, cuando se cultiva, una dialéctica inadvertida, que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede en el uso teórico, y ni la práctica ni la teórica encontrarán paz y sosiego a no ser en una crítica completa de nuestra razón.
Segundo Capítulo-.
Si bien hemos sacado el concepto del deber, que hasta ahora tenemos, del uso vulgar de nuestra razón práctica, no debe inferirse de ello, en manera alguna, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Es más: atendiendo a la experiencia en el hacer y el omitir de los hombres, encontramos quejas numerosas y -hemos de confesarlo- justas, por no ser posible adelantar ejemplos seguros de esa disposición de espíritu del que obra por el deber puro; que, aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que el deber ordena, siempre cabe la duda de si han ocurrido por deber y, por tanto, de si tienen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo al egoísmo, más o menos refinado; mas no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad; más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que, si bien es lo bastante noble para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, en cambio es al mismo tiempo harto débil para poderlo cumplir, y emplea la razón, que debiera servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, ya sean aisladas, ya -en el caso más elevado- en su máxima compatibilidad mutua.
Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea; solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.
A esos que se burlan de la moralidad y la consideran como simple visión soñada por la fantasía humana, que se excede a sí misma, llevada de su vanidad, no se les puede hacer más deseado favor que concederles que los conceptos del deber -como muchos están persuadidos, por comodidad, que sucede igualmente con todos los demás conceptos- tienen que derivarse exclusivamente de la experiencia; de ese modo, en efecto, se les prepara a aquéllos un triunfo seguro. Voy a admitir, por amor a los hombres, que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza por doquiera con el amado yo, que de continuo se destaca, sobre el cual se fundan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud; basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos -sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee un Juicio que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación- de si realmente en el mundo se encuentra una virtud verdadera. Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón; así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón, que determina la voluntad por fundamentos a priori.
Añádase a esto que, a menos de querer negarle al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene vigencia, no sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino por modo absolutamente necesario; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea valedero más que en las condiciones contingentes de la Humanidad, y considerarlo como precepto universal para toda naturaleza racional? ¿Cómo íbamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, sólo como tales, valederas para nosotros, si fueran meramente empíricas y no tuvieran su origen enteramente a priori en la razón pura práctica?
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede en manera alguna ser el que nos proporcione el concepto de la moralidad. El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con nuestro ideal de la perfección moral, antes de que le reconozcamos como lo que es. Y él dice de sí mismo: «¿Por qué me llamáis a mi -a quien estáis viendo- bueno? Nadie es bueno -prototipo del bien- sino sólo el único Dios -a quien vosotros no veis-.» Mas ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y enlaza inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de aliento, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero no pueden nunca autorizar a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos.
Si, pues, no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no haya de descansar en la razón pura, independientemente de toda experiencia, creo yo que no es necesario ni siquiera preguntar si será bueno alcanzar a priori esos conceptos, con todos los principios a ellos pertinentes, exponerlos en general -in abstracto-, en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del vulgar y llamarse filosófico. Mas en esta nuestra época pudiera ello acaso ser necesario. Pues si reuniéramos votos sobre lo que deba preferirse, si un conocimiento racional puro, separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría la balanza.
Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible cuando previamente se ha realizado la ascensión a los principios de la razón pura y se ha llegado en esto a completa satisfacción. Esto quiere decir que conviene primero fundar la teoría de las costumbres en la metafísica, y luego, cuando sea firme, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende la exactitud toda de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede nunca tener la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido de todos, si se empieza por renunciar a todo conocimiento sólido y fundado, sino que además da lugar a una pútrida mezcolanza de observaciones mal cosidas y de principios medio inventados, que embelesa a los ingenios vulgares porque hallan en ella lo necesario para su charla diaria, pero que produce en los conocedores confusión y descontento, hasta el punto de hacerles apartar la vista; en cambio, los filósofos, que perciben muy bien todo ese andamiaje seductor, encuentran poca atención, cuando, después de apartarse por un tiempo de la supuesta popularidad y habiendo adquirido conocimientos determinados, podrían con justicia aspirar a ser populares.
No hay más que mirar los ensayos sobre la moralidad que se han escrito en ese gusto preferido, y se verá en seguida cómo se mezclan en extraño consorcio, ya la peculiar determinación de la naturaleza humana -comprendida en ella también la idea de una naturaleza racional en general-, ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allá ese amor de Dios, un poquito de esto, otro poco de aquello, sin que a nadie se le ocurra preguntar si los principios de la moralidad hay que buscarlos en el conocimiento de la naturaleza humana -que no podemos obtener como no sea por la experiencia-; y en el caso de que la respuesta viniere negativa, si esos principios morales hubiese que encontrarlos por completo a priori, libres de todo lo que sea empírico, absolutamente en los conceptos puros de la razón, y no en otra parte, tomar la decisión de poner aparte esa investigación, como filosofía práctica pura o -si es lícito emplear un nombre tan difamado- metafísica de las costumbres, llevarla por sí sola a su máxima perfección y consolar al público, deseoso de popularidad, hasta la terminación de aquella empresa.
Pero esta metafísica de las costumbres, totalmente aislada y sin mezcla alguna de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aún de cualidades ocultas -que pudiéramos llamar hipofísica-, no es sólo un indispensable sustrato de todo conocimiento teórico y seguramente determinado de los deberes, sino al mismo tiempo un desideratum de la mayor importancia para la verdadera realización de sus preceptos. Pues la representación pura del deber, y en general de la ley moral, sin mezcla alguna de ajenas adiciones de atractivos empíricos, tiene sobre el corazón humano, por el solo camino de la razón -que por medio de ella se da cuenta por primera vez de que puede ser por sí misma una razón también práctica-, un influjo tan superior a todos los demás resortes que pudieran sacarse del campo empírico, que consciente de su dignidad, desprecia estos últimos y puede poco a poco transformarse en su dueña; en cambio, una teoría de la moralidad que esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y a veces determinar el mal.
Por todo lo dicho se ve claramente: que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón, y ello en la razón humana más vulgar tanto como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico, el cual, por tanto, sería contingente; que en esa pureza de su origen reside su dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que añadimos algo empírico sustraemos otro tanto de su legítimo influjo y quitamos algo al valor ilimitado de las acciones; que no sólo la mayor necesidad exige, en sentido teórico, por lo que a la especulación interesa, sino que es de máxima importancia, en el sentido práctico, ir a buscar esos conceptos y leyes en la razón pura, exponerlos puros y sin mezcla, e incluso determinar la extensión de todo ese conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica; mas no haciendo depender los principios de especial naturaleza de la razón humana, como lo permite la filosofía especulativa Y hasta lo exige a veces, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general, y de esta manera, la moral toda, que necesita de la antropología para su aplicación a los hombres, habrá de exponerse por completo primero independientemente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica -cosa que se puede hacer muy bien en esta especie de conocimientos totalmente separados-, teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo sería vano determinar exactamente lo moral del deber en todo lo que es conforme al deber, para el enjuiciamiento especulativo, sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso vulgar y práctico de la instrucción moral, asentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus para el mayor bien del mundo.
Mas para que en esta investigación vayamos por sus pasos naturales, no sólo del enjuiciamiento moral vulgar -que es aquí muy digno de atención- al filosófico, como ya hemos hecho, sino de una filosofía popular, que no puede llegar más allá de adonde la lleve su trampear por entre ejemplos, a la metafísica -que no se deja detener por nada empírico y, teniendo que medir el conjunto total del conocimiento racional de esta clase, llega en todo caso hasta las ideas, donde los ejemplos mismos nos abandonan-, tenernos que perseguir y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación, hasta allí donde surge el concepto del deber.
Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción, es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.
La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la fórmula del mandato llámase imperativo.
Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo por que se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, -por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.
Una voluntad perfectamente buena hallaríase, pues, igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; verbigracia, de la voluntad humana.
Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria.
Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico.
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí, es buena, y representa la regla práctica en relación con una voluntad que no hace una acción sólo por que ésta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y también porque, aun cuando lo supiera, pudieran sus máximas ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.
El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico; en el segundo caso es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico que, sin referencia a propósito alguno, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.
Lo que sólo es posible mediante las fuerzas de algún ser racional, puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad; por eso los principios de la acción, en cuanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible realizable de ese modo, son en realidad en número infinito. Todas las ciencias tienen alguna parte práctica, que consiste en problemas que ponen algún fin como posible para nosotros y en imperativos que dicen cómo pueda conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de la habilidad. No se trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo, seguramente son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar cumplidamente su propósito. En la primera juventud nadie sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida; por eso los padres tratan de que sus hijos aprendan muchas cosas y se cuidan de darles habilidad para el uso de los medios útiles a toda suerte de fines cualesquiera, pues no pueden determinar de ninguno de éstos que no ha de ser más tarde un propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo tenga por tal; y este cuidado es tan grande, que los padres olvidan por lo común de reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que pudieran proponerse como fines.
Hay, sin embargo, un fin que puede presuponerse real en todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad para elegir los medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. Así, pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito.
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.
El querer según estas tres clases de principios distínguese también claramente por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, creo yo que la denominación más acomodada, en el orden de esos principios, sería decir que son, ora reglas de la habilidad, ora consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de la inclinación. El consejo, si bien encierra necesidad, es ésta válida sólo con la condición subjetiva contingente de que este o aquel hombre cuente tal o cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad; en cambio, el imperativo categórico no es limitado por condición alguna y puede llamarse propiamente un mandato, por ser, como es, absoluta, aunque prácticamente necesario. Los primeros imperativos podrían también llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos (a la ventura o dicha), y los terceros, morales (a la conducta libre en general, esto es, a las costumbres).
Y ahora se plantea la cuestión: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? Esta pregunta no desea saber cómo pueda pensarse el cumplimiento de la acción que el imperativo ordena, sino cómo puede pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el problema. No hace falta explicar en especial cómo sea posible un imperativo de habilidad. El que quiere el fin, quiere también (en tanto que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio indispensablemente necesario para alcanzarlo, si está en su poder. Esa proposición es, en lo que respecta al querer, analítica, pues en el querer un objeto como efecto mío está pensada ya mi causalidad como causa activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo saca ya el concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin (para determinar los medios mismos conducentes a un propósito hacen falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero que tocan, no al fundamento para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real el objeto). Que para dividir una línea en dos partes iguales, según un principio seguro, tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de círculo, es cosa que la matemática enseña, sin duda por proposiciones sintéticas; pero una vez que sé que sólo mediante esa acción puede producirse el citado efecto, si quiero íntegro el efecto, quiero también la acción que es necesaria para él, y esto último sí que es una proposición analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de cierta manera por mí y representarme a mí mismo como obrando de esa manera con respecto al tal efecto.
Los imperativos de la sagacidad coincidirían enteramente con los de la habilidad y serían, como éstos, analíticos, si fuera igualmente fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí, diríase: el que quiere el fin, quiere también (de conformidad con la razón, necesariamente) los únicos medios que están para ello en su poder. Pero es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente quiere y desea. Y la causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos, es decir, tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo para la idea de la felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que un ente, el más perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, sí es finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto. ¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda, que le mostrará más terribles aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? Etc., etc. En suma: nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza, qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos empíricos: por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento, etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por término medio, el bienestar. De donde resulta que los imperativos de la sagacidad hablando exactamente, no pueden mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; hay que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón. Así, el problema: «determinar con seguridad y universalidad qué acción fomente la felicidad de un ser racional», es totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la totalidad de una serie, en realidad infinita, de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad sería además -admitiendo que los medios para llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza- una proposición analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado; pero como ambas ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser querido como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en ambos casos analítico. Así, pues, con respecto a la posibilidad de tal imperativo, no hay dificultad alguna.
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.
En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad -de penetrar y conocer la posibilidad del mismo-. Es una proposición sintético-práctica a priori, y puesto que el conocimiento de la posibilidad de esta especie de proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica, fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica.
En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto de un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico, pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto, y ello lo dejaremos para el último capítulo.
Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno ley universal.
Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir.
La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Vamos ahora a enumerar algunos deberes, según la división corriente que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y para con los demás hombres, deberes perfectos e imperfectos.
1.º Uno que, por una serie de desgracias lindantes con la desesperación, siente despego de la vida, tiene aún bastante razón para preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo el quitarse la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede tornarse ley universal de la naturaleza. Su máxima, empero, es: hágome por egoísmo un principio de abreviar mi vida cuando ésta, en su largo plazo, me ofrezca más males que agrado. Trátase ahora de saber si tal principio del egoísmo puede ser una ley universal de la naturaleza. Pero pronto se ve que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma, por la misma sensación cuya determinación es atizar el fomento de la vida, sería contradictoria y no podría subsistir como naturaleza; por tanto, aquella máxima no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber.
2.º Otro se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en préstamo. Bien sabe que no podrá pagar, pero sabe también que nadie le prestará nada como no prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo. Siente deseos de hacer tal promesa, pero aún le queda conciencia bastante para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de apuros de esta manera? Supongamos que decida, sin embargo, hacerlo. Su máxima de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero, tomaré a préstamo y prometeré el pago, aun cuando sé que no lo voy a verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá muy compatible con todo mi futuro bien estar. Pero la cuestión ahora es ésta: ¿es ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una ley universal y dispongo así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede valer como ley natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga que quien crea estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pueda obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de tales manifestaciones como de un vano engaño.
3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos. Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir la caza de los placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre -como hace el habitante del mar del Sur- deje que se enmohezcan sus talentos y entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y a la reproducción; en una palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural, pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte de posibles propósitos.
4.º Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra grandes dificultades. Él podría ayudarles, pero piensa: ¿qué me importa? ¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza humana, y, sin duda, mejor aún que charlando todos de compasión y benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones y, en cambio, engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo, imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley natural, pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma, ya que podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda que desea.
Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados por nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna, pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que las primeras contradicen al deber estricto -ineludible-, y las segundas, al deber amplio -meritorio-. Y así todos los deberes, en lo que toca al modo de obligar -no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio único.
Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal, pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros -o aun sólo para este caso-, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la razón, y otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad), por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos permitimos -con todo respeto algunas excepciones que nos parecen insignificantes y forzadas.
Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También tenemos -y no es poco- expuesto clara y determinadamente, para cualquier uso, el contenido del imperativo categórico que debiera encerrar el principio de todo deber -si tal hubiere-. Pero no hemos llegado aún al punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe, que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es deber.
Teniendo el propósito de llegar a esto, es de la mayor importancia dejar sentada la advertencia: que a nadie se le ocurra derivar la realidad de ese principio de las propiedades particulares de la naturaleza humana. El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer, pues, para todos los seres racionales -que son los únicos a quienes un imperativo puede referirse-, y sólo por eso ha de ser ley para todas las voluntades humanas. En cambio, lo que se derive de la especial disposición natural de la humanidad, lo que se derive de ciertos sentimientos y tendencias y aun, si fuese posible, de cierta especial dirección que fuere propia de la razón humana y no hubiere de valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional; todo eso podrá darnos una máxima, pero no una ley; podrá damos un principio subjetivo, según el cual tendremos inclinación y tendencia a obrar, pero no un principio objetivo que nos obligue a obrar, aun cuando nuestra tendencia, inclinación y disposición natural sean contrarias. Y es más: tanta mayor será la sublimidad, la dignidad interior del mandato en un deber, cuanto menores sean las causas subjetivas en pro y mayores las en contra, sin por ello debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni disminuir en algo su validez.
Vemos aquí, en realidad, a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.
Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad y, como tal, no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra esa negligencia y hasta bajeza del modo de pensar, que busca el principio en causas y leyes empíricas de movimiento, no será nunca demasiado frecuente e intensa la reconvención; porque la razón humana, cuando se cansa, va gustosa a reposar en esta poltrona, y en los ensueños de dulces ilusiones -que le hacen abrazar una nube en lugar de a Juno- sustituye a la moralidad un bastardo compuesto de miembros procedentes de distintos orígenes y que se parece a todo lo que se quiera ver en él, sólo a la virtud no, para quien la haya visto una vez en su verdadera figura.
La cuestión es, pues, ésta: ¿es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales? Si así es, habrá de estar -enteramente a priori- enlazada ya con el concepto de la voluntad de un ser racional en general. Mas para descubrir tal enlace hace falta, aunque se resista uno a ello, dar un paso más y entrar en la metafísica, aunque en una esfera de la metafísica que es distinta de la de la filosofía especulativa, y es a saber: la metafísica de las costumbres. En una filosofía práctica, en donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas; en una filosofía práctica, digo, no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan, de cómo el placer de la mera sensación se distingue del gusto, y éste de una satisfacción general de la razón; no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón; pues todo eso pertenece a una psicología empírica, que constituiría la segunda parte de la teoría de la naturaleza, cuando se la considera como filosofía de la naturaleza, en cuanto que está fundada en leyes empíricas. Pero aquí se trata de leyes objetivas prácticas y, por tanto, de la relación de una voluntad consigo misma, en cuanto que se determina sólo por la razón, y todo lo que tiene relación con lo empírico cae de-suyo; porque si la razón por sí sola determina la conducta -la posibilidad de la cual vamos a inquirir justamente ahora-, ha de hacerlo necesariamente a priori.
La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.
Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.
Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.
Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale13; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.
Permaneciendo en los anteriores ejemplos, tendremos:
Primero. Según el concepto del deber necesario para consigo mismo, habrá de preguntarse quien ande pensando en el suicidio, si su acción puede padecerse con la idea de la humanidad como fin en sí. Si, para escapar a una situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple-medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle. (Prescindo aquí de una determinación más precisa de este principio, para evitar toda mala inteligencia; por ejemplo, la amputación de los miembros, para conservarme, o el peligro a que expongo mi vida, para conservarla, etc. Todo esto pertenece propiamente a la moral.)
Segundo. Por lo que se refiere al deber necesario para con los demás, el que está meditando en hacer una promesa falsa comprenderá al punto que quiero usar de otro hombre como de un simple medio, sin que éste contenga al mismo tiempo el fin en sí. Pues el que yo quiero aprovechar para mis propósitos por esa promesa no puede convenir en el modo que tengo de tratarle y ser el fin de esa acción. Clarísimamente salta a la vista la contradicción, contra el principio de los otros hombres, cuando se eligen ejemplos de ataques a la libertad y propiedad de los demás. Pues se ve al punto que el que lesiona los derechos de los hombres está decidido a usar la persona ajena como simple medio, sin tener en consideración que los demás, como seres racionales que son, deben ser estimados siempre al mismo tiempo como fines, es decir, sólo como tales seres que deben contener en sí el fin de la misma acción.
Tercero. Con respecto al deber contingente (meritorio) para consigo mismo, no basta que la acción no contradiga a la humanidad en nuestra persona, como fin en sí mismo; tiene que concordar con ella. Ahora bien, en la humanidad hay disposiciones para mayor perfección, que pertenecen al fin de la naturaleza en lo que se refiere a la humanidad en nuestro sujeto; descuidar esas disposiciones puede muy bien compadecerse con el mantenimiento de la humanidad como fin en sí, pero no con el fomento de tal fin.
Cuarto. Con respecto al deber meritorio para con los demás, es el fin natural, que todos los hombres tienen, su propia felicidad. Ciertamente, podría mantenerse la humanidad, aunque nadie contribuyera a la felicidad de los demás, guardándose bien de sustraerle nada; mas es una concordancia meramente negativa y no positiva, con la humanidad como fin en sí, el que cada cual no se esfuerce, en lo que pueda, por fomentar los fines ajenos. Pues siendo el sujeto en sí mismo, los fines de éste deben ser también, en lo posible, mis fines, si aquella representación ha de tener en mí todo su afecto.
Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre -subjetivo-, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora.
Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora).
Los imperativos, según el modo anterior de representarlos, a saber: la legalidad de las acciones semejante a un orden natural, o la preferencia universal del fin en pro de los seres racionales en sí mismos, excluía, sin duda, de su autoridad ordenativa toda mezcla de algún interés como resorte, justamente porque eran representados como categórico. Pero fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Pero no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse ahora en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal.
Pues si pensamos tal voluntad veremos que una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoísmo a la condición de valer por ley universal.
Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de todas sus máximas universalmente, si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo categórico, porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado, o aún mejor, invirtiendo la oración: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.
Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Velase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.
El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines.
Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.
Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).
Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.
El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.
La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.
La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.
En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.
Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.
La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.
Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.
Las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos. Sin embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que objetivamente práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición(según cierta analogía) y por ello al sentimiento. Todas las máximas tienen efectivamente:
1.º Una forma, que consiste en la universalidad, y en este sentido se expresa la fórmula del imperativo moral, diciendo: que las máximas tienen que ser elegidas de tal modo como si debieran valer de leyes universales naturales.
2.º Una materia, esto es, un fin, y entonces dice la fórmula: que el ser racional debe servir como fin por su naturaleza y, por tanto, como fin en sí mismo; que toda máxima debe servir de condición limitativa de todos los fines meramente relativos y caprichosos.
3.º Una determinación integral de todas las máximas por medio de aquella fórmula, a saber: que todas las máximas, por propia legislación, deben concordar en un reino posible de los fines, como un reino de la naturaleza.
La marcha sigue aquí, como por las categorías, de la unidad de la forma de la voluntad -universalidad de la misma-, de la pluralidad de la materia -los objetos, esto es, los fines- y de la totalidad del sistema. Pero es lo mejor, en el juicio moral, proceder siempre por el método más estricto y basarse en la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal. Pero si se quiere dar a la ley moral acceso, resulta utilísimo conducir una y la misma acción por los tres citados conceptos y acercarla así a la intuición, en cuanto ello sea posible.
Podemos ahora terminar por donde mismo hemos principiado, a saber: por el concepto de una voluntad absolutamente buena. La voluntad es absolutamente buena cuando no puede ser mala y, por tanto, cuando su máxima, al ser transformada en ley universal, no puede nunca contradecirse. Este principio es, pues, también su ley suprema: obra siempre por tal máxima, que puedas querer al mismo tiempo que su universalidad sea ley; ésta es la única condición bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en contradicción consigo misma, y este imperativo es categórico. Como la validez de la voluntad, como ley universal para acciones posibles, tiene analogía con el enlace universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es en general lo formal de la naturaleza, resulta que el imperativo categórico puede expresarse así: obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto a sí mismas, como leyes naturales universales. Así está constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena.
La naturaleza racional sepárase de las demás porque se pone a sí misma un fin. Éste seria la materia de toda buena voluntad. Pero como en la idea de una voluntad absolutamente buena, sin condición limitativa -de alcanzar este o aquel fin-, hay que hacer abstracción enteramente de todo fin a realizar -como que cada voluntad lo haría relativamente bueno-, resulta que el fin deberá pensarse aquí, no como un fin a realizar, sino como un fin independiente y, por tanto, de modo negativo, esto es, contra el cual no debe obrarse nunca, y que no debe, por consiguiente, apreciarse como mero medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en todo querer. Y éste no puede ser otro que el sujeto de todos los fines posibles, porque éste es al mismo tiempo el sujeto de una posible voluntad absolutamente buena, pues ésta no puede, sin contradicción, posponerse a ningún otro objeto. El principio: «obra con respecto a todo ser racional -a ti mismo y a los demás- de tal modo que en tu máxima valga al mismo tiempo como fin en sí», es, por tanto, en el fondo, idéntico al principio:«obra según una máxima que contenga en sí al mismo tiempo su validez universal para todo ser racional». Pues si en el uso de los medios para todo fin debo yo limitar mi máxima a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto, esto equivale a que el sujeto de los fines, esto es, el ser racional mismo, no deba nunca ponerse por fundamento de las acciones como simple medio, sino como suprema condición limitativa en el uso de todos los medios, esto es, siempre al mismo tiempo como fin.
Ahora bien, de aquí se sigue, sin disputa, que todo ser racional, como fin en sí mismo, debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a que pueda estar sometido, al mismo tiempo como legislador universal; porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, e igualmente su dignidad -prerrogativa- sobre todos los simples seres naturales lleva consigo el tomar sus máximas siempre desde el punto de vista de él mismo y al mismo tiempo de todos los demás seres racionales, como legisladores -los cuales por ello se llaman personas-. Y de esta suerte es posible un mundo de seres racionales -mundus intelligibilis- como reino de los fines, por la propia legislación de todas las personas, como miembro de él. Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de esas máximas es: «obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal -de todos los seres racionales-». Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza: aquél, según máximas, esto es, reglas que se impone a sí mismo; éste, según leyes de causas eficientes exteriormente forzadas. No obstante, al conjunto de la naturaleza, aunque ya es considerado como máquina, se le da el nombre de reino de la naturaleza, en cuanto que tiene referencia a los seres racionales como fines suyos. Tal reino de los fines sería realmente realizado por máximas, cuya regla prescribe el imperativo categórico a todos los seres racionales, si éstos universalmente siguieran esas máximas. Pero aunque el ser racional no puede contar con que, porque él mismo siguiera puntualmente esa máxima, por eso todos los demás habrían de ser fieles a la misma; aunque el ser racional no puede contar con que el reino de la naturaleza y la ordenación finalista del mismo con respecto a él, como miembro apto, habrá de coincidir con un posible reino de los fines, realizado por él, esto es, habrá de colmar su esperanza de felicidad; sin embargo, aquella ley: «obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines», conserva toda su fuerza, porque manda categóricamente. Y aquí justamente está la paradoja: que solamente la dignidad del hombre, como naturaleza racional, sin considerar ningún otro fin o provecho a conseguir por ella, esto es, sólo el respeto por una mera idea, debe servir, sin embargo, de imprescindible precepto de la voluntad, y precisamente en esta independencia, que desliga la máxima de todos resortes semejantes, consiste su sublimidad y hace a todo sujeto racional digno de ser miembro legislador en el reino de los fines, pues de otro modo tendría que representarse solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades. Aun cuando el reino de la naturaleza y el reino de los fines fuesen pensados como reunidos bajo un solo jefe y, de esta suerte, el último no fuere ya mera idea, sino que recibiese realidad verdadera, ello, sin duda, proporciona la al primero el refuerzo de un poderoso resorte y motor, pero nunca aumentaría su valor interno; pues independientemente de ello debería ese mismo legislador único y absoluto ser representado siempre según él juzgase el valor de los seres racionales sólo por su conducta desinteresada, que les prescribe solamente aquella idea. La esencia de las cosas no se altera por sus relaciones externas, y lo que, sin pensar en estas últimas, constituye el valor absoluto del hombre, ha de ser lo que sirva para juzgarle, sea por quien fuere, aun por el supremo ser. La moralidad es, pues, la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal, por medio de las máximas de la misma. La acción que pueda compadecerse con la autonomía de la voluntad es permitida; la que no concuerde con ella es prohibida. La voluntad cuyas máximas concuerden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia en que una voluntad no absolutamente buena se halla respecto del principio de la autonomía -la constricción moral- es obligación. Ésta no puede, por tanto, referirse a un ser santo. La necesidad objetiva de una acción por obligación llámase deber.
Por lo que antecede resulta ya fácil explicarse cómo sucede que, aun cuando bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, sin embargo, nos representamos cierta sublimidad y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes. Pues no hay en ella, sin duda, sublimidad alguna en cuanto que está sometida a la ley moral; pero si la hay en cuanto que es ella al mismo tiempo legisladora y sólo por esto está sometida a la ley. También hemos mostrado más arriba cómo ni el miedo ni la inclinación, sino solamente el respeto a la ley es el resorte que puede dar a la acción un valor moral. Nuestra propia voluntad, en cuanto que obrase sólo bajo la condición de una legislación universal posible por sus máximas, esa voluntad posible para nosotros en la idea, es el objeto propio del respeto, y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador universal, aun cuando con la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente a esa legislación.
La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad
La autonomía de la voluntad es la constitución de la voluntad, por la cual es ella para sí misma una ley -independientemente de como estén constituidos los objetos del querer-. El principio de la autonomía es, pues, no elegir de otro modo sino de éste: que las máximas de la elección, en el querer mismo, sean al mismo tiempo incluidas como ley universal. Que esta regla práctica es un imperativo, es decir, que la voluntad de todo ser racional está atada a ella necesariamente como condición, es cosa que por mero análisis de los conceptos presentes en esta afirmación no puede demostrarse, porque es una proposición sintética; habría que salir del conocimiento de los objetos y pasar a una crítica del sujeto, es decir, de la razón pura práctica, pues esa proposición sintética, que manda apodícticamente, debe poderse conocer enteramente a priori. Mas este asunto no pertenece al capítulo presente. Pero por medio de un simple análisis de los conceptos de la moralidad, si puede muy bien mostrarse que el citado principio de, la autonomía es el único principio de la moral. Pues de esa manera se halla que su principio debe ser un imperativo categórico, el cual, empero, no manda ni más m menos que esa autonomía justamente.
La heteronomía de la voluntad como origen de todos los principios ilegítimos de la moralidad
Cuando la voluntad busca la ley, que debe determinarla, en algún otro punto que no en la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por tanto, cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, entonces prodúcese siempre heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino el objeto, por su relación con la voluntad, es el que da a ésta la ley. Esta relación, ya descanse en la inclinación, ya en representaciones de la razón, no hace posibles más que imperativos hipotéticos: «debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa». En cambio, el imperativo moral y, por tanto, categórico, dice: «debo obrar de este o del otro modo, aun cuando no quisiera otra cosa». Por ejemplo, aquél dice: «no debo mentir, si quiero conservar la honra». Éste, empero, dice: «no debo mentir, aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza». Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que este objeto, no tenga sobre la voluntad el menor influjo, para que la razón práctica (voluntad) no sea una mera administradora de ajeno interés, sino que demuestre su propia autoridad imperativa como legislación suprema. Deberé, pues, por ejemplo, intentar fomentar la felicidad ajena, no porque me importe algo su existencia -ya sea por inmediata inclinación o por alguna satisfacción obtenida indirectamente por la razón-, sino solamente porque la máxima que la excluyese no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal.
División de todos los principios posibles de la moralidad, según el supuesto concepto fundamental de la heteronomía
La razón humana, en éste como en todos sus usos puros, cuando le falta la crítica, ha intentado rimero todos los posibles caminos ilícitos, antes de conseguir encontrar el único verdadero.
Todos los principios que pueden adoptarse desde este punto de vista son, o empíricos, o racionales. Los primeros, derivados del principio de la felicidad, se asientan en el sentimiento físico o en el sentimiento moral; los segundos, derivados del principio de la perfección, se asientan, o en el concepto racional de la misma, como efecto posible, o en el concepto de una perfección independiente -la voluntad de Dios- como causa determinante de nuestra voluntad.
Los principios empíricos no sirven nunca para fundamento de leyes morales. Pues la universalidad con que deben valer para todos los seres racionales sin distinción, la necesidad práctica incondicionada que por ello les es atribuida desaparece cuando el fundamento de ella se deriva de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de las circunstancias contingentes en que se coloca. Sin embargo, el principio de la propia felicidad es el más rechazable? no sólo porque es falso y porque la experiencia contradice el supuesto de que el bienestar se rige siempre por el bien obrar; no sólo tampoco porque en nada contribuye a fundamentar la moralidad, ya que es muy distinto hacer un hombre feliz que un hombre bueno, y uno entregado prudentemente a la busca de su provecho que uno dedicado a la práctica de la virtud, sino porque reduce la moralidad a resortes que más bien la derriban y aniquilan su elevación, juntando en una misma clase los motores que impulsan a la virtud con los que impulsan al vicio, enseñando solamente a hacer bien los cálculos, borrando, en suma, por completo la diferencia específica entre virtud y vicio. En cambio, el sentimiento moral, ese supuesto sentido especial -aunque es harto superficial la apelación a este sentido, con la creencia de que quienes no puedan pensar habrán de dirigirse bien por medio del sentir, en aquello que se refiere a meras leyes universales, y aunque los sentimientos, que por naturaleza son infinitamente distintos unos de otros en el grado, no dan una pauta igual del bien y del mal, y no puede uno por su propio sentimiento juzgar válidamente a los demás-, sin embargo, está más cerca de la moralidad y su dignidad, porque tributa a la virtud el honor de atribuirle inmediatamente la satisfacción y el aprecio y no le dice en la cara que no es su belleza, sino el provecho, el que nos ata a ella.
Entre los principios racionales de la moralidad hay que preferir el concepto ontológico de la perfección. Por vacuo, indeterminado y, en consecuencia, inutilizable que sea para encontrar, en el inmensurable campo de la realidad posible, la mayor suma útil para nosotros, y aunque al distinguir específicamente de cualquier otra la realidad de que se trata aquí tenga una inclinación inevitable a dar vueltas en círculo y no pueda por menos de suponer tácitamente la moralidad que debe explicar, sin embargo, el concepto ontológico de la perfección es mejor que el concepto teológico, que deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima, no sólo porque no podemos intuir la perfección divina, y sólo podemos deducirla de nuestros conceptos, entre los cuales el principal es el de la moralidad, sino porque si no hacemos esto -y hacerlo sería cometer un círculo grosero en la explicación- no nos queda más concepto de la voluntad divina que el que se deriva de las propiedades de la ambición y el afán de dominio, unidas a las terribles representaciones de la fuerza y la venganza, las cuales habrían de formar el fundamento de un sistema de las costumbres, directamente opuesto a la moralidad.
Pero si yo tuviera que elegir entre el concepto de sentido moral y el de la perfección en general -ninguno de los dos lesiona, al menos, la moralidad, aun cuando no son aptos tampoco para servirle de fundamento-, me decidiría en favor del último, porque éste, al menos, alejando de la sensibilidad y trasladando al tribunal de la razón pura la decisión de la cuestión, aun cuando nada decide éste tampoco, conserva, sin embargo, sin falsearla la idea indeterminada -de una voluntad buena en sí- para más exacta y precisa determinación.
Creo, además, que puedo dispensarme de una minuciosa refutación de todos estos conceptos. Es tan fácil; la ven, probablemente, tan bien los mismos que, por su oficio, están obligados a pronunciarse en favor de alguna de esas teorías -pues los oyentes no toleran con facilidad la suspensión del juicio-, que sería trabajo superfluo el hacer tal refutación. Pero lo que más nos interesa aquí es saber que estos principios no establecen más que heteronomía de la voluntad como fundamento primero de la moralidad, y precisamente por eso han de fallar necesariamente su fin.
Dondequiera que un objeto de la voluntad se pone por fundamento para prescribir a la voluntad la regla que la determina, es esta regla heteronomía; el imperativo está condicionado, a saber: si o porque se quiere este objeto, hay que obrar de tal o cual modo; por tanto, no puede nunca mandar moralmente, es decir, categóricamente. Ya sea que el objeto determine la voluntad por medio de la inclinación, como sucede en el principio de la propia felicidad, ya sea que la determine por la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad posible en general, en el principio de la perfección, resulta que la voluntad no se determina nunca a sí misma inmediatamente por la representación de la acción, sino sólo por los motores que actúan sobre la voluntad en vista del efecto previsto de la acción: debo hacer algo, porque quiero alguna otra cosa, y aquí hay que poner de fundamento en mi sujeto otra ley, según la cual necesariamente quiero esa otra cosa, y esa ley, a su vez, necesita un imperativo que limite esa máxima. Pues como el impulso que ha de ejercer sobre la voluntad del sujeto la representación de un objeto, posible por nuestras fuerzas, según la constitución natural del sujeto, pertenece a la naturaleza de éste, ya sea de la sensibilidad -inclinación o gusto-, o del entendimiento y la razón, las cuales se ejercitan con satisfacción en un objeto, según la peculiar disposición de su naturaleza, resulta que quien propiamente daría la ley sería la naturaleza, y esa ley, como tal, no solamente tiene que ser conocida y demostrada por la experiencia y, por tanto, en sí misma contingente e impropia por ello para regla práctica apodíctica, como debe serlo la ley moral, sino que es siempre mera heteronomía de la voluntad; la voluntad no se da a sí misma la ley, sino que es un impulso extraño el que le da la ley por medio de una naturaleza del sujeto, acorde con la receptividad del mismo.
La voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo categórico, quedará pues, indeterminada respecto de todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general, como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin que intervenga como fundamento ningún impulso e interés.
¿Cómo es posible y por qué es necesaria semejante proposición práctica sintética «a priori»? Es éste un problema cuya solución no cabe en los límites de la metafísica de las costumbres. Tampoco hemos afirmado aquí su verdad, y mucho menos presumido de tener en nuestro poder una demostración. Nos hemos limitado a exponer, por el desarrollo del concepto de moralidad, una vez puesto en marcha, en general, que una autonomía de la voluntad inevitablemente va inclusa en él, o más bien, le sirve de base. Así, pues, quien tenga a la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad, habrá de admitir también el citado principio de la misma. Este capítulo ha sido, pues, como el primero, netamente analítico. Mas para que la moralidad no sea un fantasma vano -cosa que se deducirá de suyo si el imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad son verdaderos y absolutamente necesarios como principio a priori-, hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica, cosa que no podemos arriesgar sin que le preceda una crítica de esa facultad. En el último capítulo expondremos los rasgos principales de ella, que son suficientes para nuestro propósito.
Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a este tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea; solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.
A esos que se burlan de la moralidad y la consideran como simple visión soñada por la fantasía humana, que se excede a sí misma, llevada de su vanidad, no se les puede hacer más deseado favor que concederles que los conceptos del deber -como muchos están persuadidos, por comodidad, que sucede igualmente con todos los demás conceptos- tienen que derivarse exclusivamente de la experiencia; de ese modo, en efecto, se les prepara a aquéllos un triunfo seguro. Voy a admitir, por amor a los hombres, que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza por doquiera con el amado yo, que de continuo se destaca, sobre el cual se fundan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud; basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos -sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee un Juicio que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación- de si realmente en el mundo se encuentra una virtud verdadera. Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón; así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón, que determina la voluntad por fundamentos a priori.
Añádase a esto que, a menos de querer negarle al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene vigencia, no sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino por modo absolutamente necesario; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea valedero más que en las condiciones contingentes de la Humanidad, y considerarlo como precepto universal para toda naturaleza racional? ¿Cómo íbamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, sólo como tales, valederas para nosotros, si fueran meramente empíricas y no tuvieran su origen enteramente a priori en la razón pura práctica?
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede en manera alguna ser el que nos proporcione el concepto de la moralidad. El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con nuestro ideal de la perfección moral, antes de que le reconozcamos como lo que es. Y él dice de sí mismo: «¿Por qué me llamáis a mi -a quien estáis viendo- bueno? Nadie es bueno -prototipo del bien- sino sólo el único Dios -a quien vosotros no veis-.» Mas ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y enlaza inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de aliento, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero no pueden nunca autorizar a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos.
Si, pues, no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no haya de descansar en la razón pura, independientemente de toda experiencia, creo yo que no es necesario ni siquiera preguntar si será bueno alcanzar a priori esos conceptos, con todos los principios a ellos pertinentes, exponerlos en general -in abstracto-, en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del vulgar y llamarse filosófico. Mas en esta nuestra época pudiera ello acaso ser necesario. Pues si reuniéramos votos sobre lo que deba preferirse, si un conocimiento racional puro, separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría la balanza.
Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible cuando previamente se ha realizado la ascensión a los principios de la razón pura y se ha llegado en esto a completa satisfacción. Esto quiere decir que conviene primero fundar la teoría de las costumbres en la metafísica, y luego, cuando sea firme, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende la exactitud toda de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede nunca tener la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido de todos, si se empieza por renunciar a todo conocimiento sólido y fundado, sino que además da lugar a una pútrida mezcolanza de observaciones mal cosidas y de principios medio inventados, que embelesa a los ingenios vulgares porque hallan en ella lo necesario para su charla diaria, pero que produce en los conocedores confusión y descontento, hasta el punto de hacerles apartar la vista; en cambio, los filósofos, que perciben muy bien todo ese andamiaje seductor, encuentran poca atención, cuando, después de apartarse por un tiempo de la supuesta popularidad y habiendo adquirido conocimientos determinados, podrían con justicia aspirar a ser populares.
No hay más que mirar los ensayos sobre la moralidad que se han escrito en ese gusto preferido, y se verá en seguida cómo se mezclan en extraño consorcio, ya la peculiar determinación de la naturaleza humana -comprendida en ella también la idea de una naturaleza racional en general-, ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allá ese amor de Dios, un poquito de esto, otro poco de aquello, sin que a nadie se le ocurra preguntar si los principios de la moralidad hay que buscarlos en el conocimiento de la naturaleza humana -que no podemos obtener como no sea por la experiencia-; y en el caso de que la respuesta viniere negativa, si esos principios morales hubiese que encontrarlos por completo a priori, libres de todo lo que sea empírico, absolutamente en los conceptos puros de la razón, y no en otra parte, tomar la decisión de poner aparte esa investigación, como filosofía práctica pura o -si es lícito emplear un nombre tan difamado- metafísica de las costumbres, llevarla por sí sola a su máxima perfección y consolar al público, deseoso de popularidad, hasta la terminación de aquella empresa.
Pero esta metafísica de las costumbres, totalmente aislada y sin mezcla alguna de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aún de cualidades ocultas -que pudiéramos llamar hipofísica-, no es sólo un indispensable sustrato de todo conocimiento teórico y seguramente determinado de los deberes, sino al mismo tiempo un desideratum de la mayor importancia para la verdadera realización de sus preceptos. Pues la representación pura del deber, y en general de la ley moral, sin mezcla alguna de ajenas adiciones de atractivos empíricos, tiene sobre el corazón humano, por el solo camino de la razón -que por medio de ella se da cuenta por primera vez de que puede ser por sí misma una razón también práctica-, un influjo tan superior a todos los demás resortes que pudieran sacarse del campo empírico, que consciente de su dignidad, desprecia estos últimos y puede poco a poco transformarse en su dueña; en cambio, una teoría de la moralidad que esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y a veces determinar el mal.
Por todo lo dicho se ve claramente: que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón, y ello en la razón humana más vulgar tanto como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico, el cual, por tanto, sería contingente; que en esa pureza de su origen reside su dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que añadimos algo empírico sustraemos otro tanto de su legítimo influjo y quitamos algo al valor ilimitado de las acciones; que no sólo la mayor necesidad exige, en sentido teórico, por lo que a la especulación interesa, sino que es de máxima importancia, en el sentido práctico, ir a buscar esos conceptos y leyes en la razón pura, exponerlos puros y sin mezcla, e incluso determinar la extensión de todo ese conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica; mas no haciendo depender los principios de especial naturaleza de la razón humana, como lo permite la filosofía especulativa Y hasta lo exige a veces, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general, y de esta manera, la moral toda, que necesita de la antropología para su aplicación a los hombres, habrá de exponerse por completo primero independientemente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica -cosa que se puede hacer muy bien en esta especie de conocimientos totalmente separados-, teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo sería vano determinar exactamente lo moral del deber en todo lo que es conforme al deber, para el enjuiciamiento especulativo, sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso vulgar y práctico de la instrucción moral, asentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus para el mayor bien del mundo.
Mas para que en esta investigación vayamos por sus pasos naturales, no sólo del enjuiciamiento moral vulgar -que es aquí muy digno de atención- al filosófico, como ya hemos hecho, sino de una filosofía popular, que no puede llegar más allá de adonde la lleve su trampear por entre ejemplos, a la metafísica -que no se deja detener por nada empírico y, teniendo que medir el conjunto total del conocimiento racional de esta clase, llega en todo caso hasta las ideas, donde los ejemplos mismos nos abandonan-, tenernos que perseguir y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación, hasta allí donde surge el concepto del deber.
Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción, es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.
La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la fórmula del mandato llámase imperativo.
Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo por que se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, -por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.
Una voluntad perfectamente buena hallaríase, pues, igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; verbigracia, de la voluntad humana.
Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria.
Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico.
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí, es buena, y representa la regla práctica en relación con una voluntad que no hace una acción sólo por que ésta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y también porque, aun cuando lo supiera, pudieran sus máximas ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.
El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico; en el segundo caso es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico que, sin referencia a propósito alguno, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.
Lo que sólo es posible mediante las fuerzas de algún ser racional, puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad; por eso los principios de la acción, en cuanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible realizable de ese modo, son en realidad en número infinito. Todas las ciencias tienen alguna parte práctica, que consiste en problemas que ponen algún fin como posible para nosotros y en imperativos que dicen cómo pueda conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de la habilidad. No se trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo, seguramente son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar cumplidamente su propósito. En la primera juventud nadie sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida; por eso los padres tratan de que sus hijos aprendan muchas cosas y se cuidan de darles habilidad para el uso de los medios útiles a toda suerte de fines cualesquiera, pues no pueden determinar de ninguno de éstos que no ha de ser más tarde un propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo tenga por tal; y este cuidado es tan grande, que los padres olvidan por lo común de reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que pudieran proponerse como fines.
Hay, sin embargo, un fin que puede presuponerse real en todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad para elegir los medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. Así, pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito.
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.
El querer según estas tres clases de principios distínguese también claramente por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, creo yo que la denominación más acomodada, en el orden de esos principios, sería decir que son, ora reglas de la habilidad, ora consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de la inclinación. El consejo, si bien encierra necesidad, es ésta válida sólo con la condición subjetiva contingente de que este o aquel hombre cuente tal o cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad; en cambio, el imperativo categórico no es limitado por condición alguna y puede llamarse propiamente un mandato, por ser, como es, absoluta, aunque prácticamente necesario. Los primeros imperativos podrían también llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos (a la ventura o dicha), y los terceros, morales (a la conducta libre en general, esto es, a las costumbres).
Y ahora se plantea la cuestión: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? Esta pregunta no desea saber cómo pueda pensarse el cumplimiento de la acción que el imperativo ordena, sino cómo puede pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el problema. No hace falta explicar en especial cómo sea posible un imperativo de habilidad. El que quiere el fin, quiere también (en tanto que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio indispensablemente necesario para alcanzarlo, si está en su poder. Esa proposición es, en lo que respecta al querer, analítica, pues en el querer un objeto como efecto mío está pensada ya mi causalidad como causa activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo saca ya el concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin (para determinar los medios mismos conducentes a un propósito hacen falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero que tocan, no al fundamento para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real el objeto). Que para dividir una línea en dos partes iguales, según un principio seguro, tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de círculo, es cosa que la matemática enseña, sin duda por proposiciones sintéticas; pero una vez que sé que sólo mediante esa acción puede producirse el citado efecto, si quiero íntegro el efecto, quiero también la acción que es necesaria para él, y esto último sí que es una proposición analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de cierta manera por mí y representarme a mí mismo como obrando de esa manera con respecto al tal efecto.
Los imperativos de la sagacidad coincidirían enteramente con los de la habilidad y serían, como éstos, analíticos, si fuera igualmente fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí, diríase: el que quiere el fin, quiere también (de conformidad con la razón, necesariamente) los únicos medios que están para ello en su poder. Pero es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente quiere y desea. Y la causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos, es decir, tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo para la idea de la felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que un ente, el más perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, sí es finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto. ¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda, que le mostrará más terribles aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? Etc., etc. En suma: nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza, qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos empíricos: por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento, etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por término medio, el bienestar. De donde resulta que los imperativos de la sagacidad hablando exactamente, no pueden mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; hay que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón. Así, el problema: «determinar con seguridad y universalidad qué acción fomente la felicidad de un ser racional», es totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la totalidad de una serie, en realidad infinita, de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad sería además -admitiendo que los medios para llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza- una proposición analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado; pero como ambas ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser querido como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en ambos casos analítico. Así, pues, con respecto a la posibilidad de tal imperativo, no hay dificultad alguna.
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.
En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad -de penetrar y conocer la posibilidad del mismo-. Es una proposición sintético-práctica a priori, y puesto que el conocimiento de la posibilidad de esta especie de proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica, fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica.
En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto de un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico, pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto, y ello lo dejaremos para el último capítulo.
Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno ley universal.
Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir.
La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Vamos ahora a enumerar algunos deberes, según la división corriente que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y para con los demás hombres, deberes perfectos e imperfectos.
1.º Uno que, por una serie de desgracias lindantes con la desesperación, siente despego de la vida, tiene aún bastante razón para preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo el quitarse la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede tornarse ley universal de la naturaleza. Su máxima, empero, es: hágome por egoísmo un principio de abreviar mi vida cuando ésta, en su largo plazo, me ofrezca más males que agrado. Trátase ahora de saber si tal principio del egoísmo puede ser una ley universal de la naturaleza. Pero pronto se ve que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma, por la misma sensación cuya determinación es atizar el fomento de la vida, sería contradictoria y no podría subsistir como naturaleza; por tanto, aquella máxima no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber.
2.º Otro se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en préstamo. Bien sabe que no podrá pagar, pero sabe también que nadie le prestará nada como no prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo. Siente deseos de hacer tal promesa, pero aún le queda conciencia bastante para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de apuros de esta manera? Supongamos que decida, sin embargo, hacerlo. Su máxima de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero, tomaré a préstamo y prometeré el pago, aun cuando sé que no lo voy a verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá muy compatible con todo mi futuro bien estar. Pero la cuestión ahora es ésta: ¿es ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una ley universal y dispongo así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede valer como ley natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga que quien crea estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pueda obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de tales manifestaciones como de un vano engaño.
3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos. Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir la caza de los placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre -como hace el habitante del mar del Sur- deje que se enmohezcan sus talentos y entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y a la reproducción; en una palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural, pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte de posibles propósitos.
4.º Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra grandes dificultades. Él podría ayudarles, pero piensa: ¿qué me importa? ¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza humana, y, sin duda, mejor aún que charlando todos de compasión y benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones y, en cambio, engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo, imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley natural, pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma, ya que podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda que desea.
Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados por nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna, pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que las primeras contradicen al deber estricto -ineludible-, y las segundas, al deber amplio -meritorio-. Y así todos los deberes, en lo que toca al modo de obligar -no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio único.
Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal, pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros -o aun sólo para este caso-, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la razón, y otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad), por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos permitimos -con todo respeto algunas excepciones que nos parecen insignificantes y forzadas.
Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También tenemos -y no es poco- expuesto clara y determinadamente, para cualquier uso, el contenido del imperativo categórico que debiera encerrar el principio de todo deber -si tal hubiere-. Pero no hemos llegado aún al punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe, que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es deber.
Teniendo el propósito de llegar a esto, es de la mayor importancia dejar sentada la advertencia: que a nadie se le ocurra derivar la realidad de ese principio de las propiedades particulares de la naturaleza humana. El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer, pues, para todos los seres racionales -que son los únicos a quienes un imperativo puede referirse-, y sólo por eso ha de ser ley para todas las voluntades humanas. En cambio, lo que se derive de la especial disposición natural de la humanidad, lo que se derive de ciertos sentimientos y tendencias y aun, si fuese posible, de cierta especial dirección que fuere propia de la razón humana y no hubiere de valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional; todo eso podrá darnos una máxima, pero no una ley; podrá damos un principio subjetivo, según el cual tendremos inclinación y tendencia a obrar, pero no un principio objetivo que nos obligue a obrar, aun cuando nuestra tendencia, inclinación y disposición natural sean contrarias. Y es más: tanta mayor será la sublimidad, la dignidad interior del mandato en un deber, cuanto menores sean las causas subjetivas en pro y mayores las en contra, sin por ello debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni disminuir en algo su validez.
Vemos aquí, en realidad, a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.
Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad y, como tal, no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra esa negligencia y hasta bajeza del modo de pensar, que busca el principio en causas y leyes empíricas de movimiento, no será nunca demasiado frecuente e intensa la reconvención; porque la razón humana, cuando se cansa, va gustosa a reposar en esta poltrona, y en los ensueños de dulces ilusiones -que le hacen abrazar una nube en lugar de a Juno- sustituye a la moralidad un bastardo compuesto de miembros procedentes de distintos orígenes y que se parece a todo lo que se quiera ver en él, sólo a la virtud no, para quien la haya visto una vez en su verdadera figura.
La cuestión es, pues, ésta: ¿es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales? Si así es, habrá de estar -enteramente a priori- enlazada ya con el concepto de la voluntad de un ser racional en general. Mas para descubrir tal enlace hace falta, aunque se resista uno a ello, dar un paso más y entrar en la metafísica, aunque en una esfera de la metafísica que es distinta de la de la filosofía especulativa, y es a saber: la metafísica de las costumbres. En una filosofía práctica, en donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas; en una filosofía práctica, digo, no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan, de cómo el placer de la mera sensación se distingue del gusto, y éste de una satisfacción general de la razón; no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón; pues todo eso pertenece a una psicología empírica, que constituiría la segunda parte de la teoría de la naturaleza, cuando se la considera como filosofía de la naturaleza, en cuanto que está fundada en leyes empíricas. Pero aquí se trata de leyes objetivas prácticas y, por tanto, de la relación de una voluntad consigo misma, en cuanto que se determina sólo por la razón, y todo lo que tiene relación con lo empírico cae de-suyo; porque si la razón por sí sola determina la conducta -la posibilidad de la cual vamos a inquirir justamente ahora-, ha de hacerlo necesariamente a priori.
La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.
Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.
Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.
Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale13; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.
Permaneciendo en los anteriores ejemplos, tendremos:
Primero. Según el concepto del deber necesario para consigo mismo, habrá de preguntarse quien ande pensando en el suicidio, si su acción puede padecerse con la idea de la humanidad como fin en sí. Si, para escapar a una situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple-medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle. (Prescindo aquí de una determinación más precisa de este principio, para evitar toda mala inteligencia; por ejemplo, la amputación de los miembros, para conservarme, o el peligro a que expongo mi vida, para conservarla, etc. Todo esto pertenece propiamente a la moral.)
Segundo. Por lo que se refiere al deber necesario para con los demás, el que está meditando en hacer una promesa falsa comprenderá al punto que quiero usar de otro hombre como de un simple medio, sin que éste contenga al mismo tiempo el fin en sí. Pues el que yo quiero aprovechar para mis propósitos por esa promesa no puede convenir en el modo que tengo de tratarle y ser el fin de esa acción. Clarísimamente salta a la vista la contradicción, contra el principio de los otros hombres, cuando se eligen ejemplos de ataques a la libertad y propiedad de los demás. Pues se ve al punto que el que lesiona los derechos de los hombres está decidido a usar la persona ajena como simple medio, sin tener en consideración que los demás, como seres racionales que son, deben ser estimados siempre al mismo tiempo como fines, es decir, sólo como tales seres que deben contener en sí el fin de la misma acción.
Tercero. Con respecto al deber contingente (meritorio) para consigo mismo, no basta que la acción no contradiga a la humanidad en nuestra persona, como fin en sí mismo; tiene que concordar con ella. Ahora bien, en la humanidad hay disposiciones para mayor perfección, que pertenecen al fin de la naturaleza en lo que se refiere a la humanidad en nuestro sujeto; descuidar esas disposiciones puede muy bien compadecerse con el mantenimiento de la humanidad como fin en sí, pero no con el fomento de tal fin.
Cuarto. Con respecto al deber meritorio para con los demás, es el fin natural, que todos los hombres tienen, su propia felicidad. Ciertamente, podría mantenerse la humanidad, aunque nadie contribuyera a la felicidad de los demás, guardándose bien de sustraerle nada; mas es una concordancia meramente negativa y no positiva, con la humanidad como fin en sí, el que cada cual no se esfuerce, en lo que pueda, por fomentar los fines ajenos. Pues siendo el sujeto en sí mismo, los fines de éste deben ser también, en lo posible, mis fines, si aquella representación ha de tener en mí todo su afecto.
Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre -subjetivo-, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora.
Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora).
Los imperativos, según el modo anterior de representarlos, a saber: la legalidad de las acciones semejante a un orden natural, o la preferencia universal del fin en pro de los seres racionales en sí mismos, excluía, sin duda, de su autoridad ordenativa toda mezcla de algún interés como resorte, justamente porque eran representados como categórico. Pero fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Pero no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse ahora en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal.
Pues si pensamos tal voluntad veremos que una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoísmo a la condición de valer por ley universal.
Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de todas sus máximas universalmente, si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo categórico, porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado, o aún mejor, invirtiendo la oración: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.
Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Velase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.
El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines.
Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.
Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).
Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.
El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.
La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.
La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.
En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.
Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.
La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.
Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.
Las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos. Sin embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que objetivamente práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición(según cierta analogía) y por ello al sentimiento. Todas las máximas tienen efectivamente:
1.º Una forma, que consiste en la universalidad, y en este sentido se expresa la fórmula del imperativo moral, diciendo: que las máximas tienen que ser elegidas de tal modo como si debieran valer de leyes universales naturales.
2.º Una materia, esto es, un fin, y entonces dice la fórmula: que el ser racional debe servir como fin por su naturaleza y, por tanto, como fin en sí mismo; que toda máxima debe servir de condición limitativa de todos los fines meramente relativos y caprichosos.
3.º Una determinación integral de todas las máximas por medio de aquella fórmula, a saber: que todas las máximas, por propia legislación, deben concordar en un reino posible de los fines, como un reino de la naturaleza.
La marcha sigue aquí, como por las categorías, de la unidad de la forma de la voluntad -universalidad de la misma-, de la pluralidad de la materia -los objetos, esto es, los fines- y de la totalidad del sistema. Pero es lo mejor, en el juicio moral, proceder siempre por el método más estricto y basarse en la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal. Pero si se quiere dar a la ley moral acceso, resulta utilísimo conducir una y la misma acción por los tres citados conceptos y acercarla así a la intuición, en cuanto ello sea posible.
Podemos ahora terminar por donde mismo hemos principiado, a saber: por el concepto de una voluntad absolutamente buena. La voluntad es absolutamente buena cuando no puede ser mala y, por tanto, cuando su máxima, al ser transformada en ley universal, no puede nunca contradecirse. Este principio es, pues, también su ley suprema: obra siempre por tal máxima, que puedas querer al mismo tiempo que su universalidad sea ley; ésta es la única condición bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en contradicción consigo misma, y este imperativo es categórico. Como la validez de la voluntad, como ley universal para acciones posibles, tiene analogía con el enlace universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es en general lo formal de la naturaleza, resulta que el imperativo categórico puede expresarse así: obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto a sí mismas, como leyes naturales universales. Así está constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena.
La naturaleza racional sepárase de las demás porque se pone a sí misma un fin. Éste seria la materia de toda buena voluntad. Pero como en la idea de una voluntad absolutamente buena, sin condición limitativa -de alcanzar este o aquel fin-, hay que hacer abstracción enteramente de todo fin a realizar -como que cada voluntad lo haría relativamente bueno-, resulta que el fin deberá pensarse aquí, no como un fin a realizar, sino como un fin independiente y, por tanto, de modo negativo, esto es, contra el cual no debe obrarse nunca, y que no debe, por consiguiente, apreciarse como mero medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en todo querer. Y éste no puede ser otro que el sujeto de todos los fines posibles, porque éste es al mismo tiempo el sujeto de una posible voluntad absolutamente buena, pues ésta no puede, sin contradicción, posponerse a ningún otro objeto. El principio: «obra con respecto a todo ser racional -a ti mismo y a los demás- de tal modo que en tu máxima valga al mismo tiempo como fin en sí», es, por tanto, en el fondo, idéntico al principio:«obra según una máxima que contenga en sí al mismo tiempo su validez universal para todo ser racional». Pues si en el uso de los medios para todo fin debo yo limitar mi máxima a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto, esto equivale a que el sujeto de los fines, esto es, el ser racional mismo, no deba nunca ponerse por fundamento de las acciones como simple medio, sino como suprema condición limitativa en el uso de todos los medios, esto es, siempre al mismo tiempo como fin.
Ahora bien, de aquí se sigue, sin disputa, que todo ser racional, como fin en sí mismo, debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a que pueda estar sometido, al mismo tiempo como legislador universal; porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, e igualmente su dignidad -prerrogativa- sobre todos los simples seres naturales lleva consigo el tomar sus máximas siempre desde el punto de vista de él mismo y al mismo tiempo de todos los demás seres racionales, como legisladores -los cuales por ello se llaman personas-. Y de esta suerte es posible un mundo de seres racionales -mundus intelligibilis- como reino de los fines, por la propia legislación de todas las personas, como miembro de él. Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de esas máximas es: «obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal -de todos los seres racionales-». Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza: aquél, según máximas, esto es, reglas que se impone a sí mismo; éste, según leyes de causas eficientes exteriormente forzadas. No obstante, al conjunto de la naturaleza, aunque ya es considerado como máquina, se le da el nombre de reino de la naturaleza, en cuanto que tiene referencia a los seres racionales como fines suyos. Tal reino de los fines sería realmente realizado por máximas, cuya regla prescribe el imperativo categórico a todos los seres racionales, si éstos universalmente siguieran esas máximas. Pero aunque el ser racional no puede contar con que, porque él mismo siguiera puntualmente esa máxima, por eso todos los demás habrían de ser fieles a la misma; aunque el ser racional no puede contar con que el reino de la naturaleza y la ordenación finalista del mismo con respecto a él, como miembro apto, habrá de coincidir con un posible reino de los fines, realizado por él, esto es, habrá de colmar su esperanza de felicidad; sin embargo, aquella ley: «obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines», conserva toda su fuerza, porque manda categóricamente. Y aquí justamente está la paradoja: que solamente la dignidad del hombre, como naturaleza racional, sin considerar ningún otro fin o provecho a conseguir por ella, esto es, sólo el respeto por una mera idea, debe servir, sin embargo, de imprescindible precepto de la voluntad, y precisamente en esta independencia, que desliga la máxima de todos resortes semejantes, consiste su sublimidad y hace a todo sujeto racional digno de ser miembro legislador en el reino de los fines, pues de otro modo tendría que representarse solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades. Aun cuando el reino de la naturaleza y el reino de los fines fuesen pensados como reunidos bajo un solo jefe y, de esta suerte, el último no fuere ya mera idea, sino que recibiese realidad verdadera, ello, sin duda, proporciona la al primero el refuerzo de un poderoso resorte y motor, pero nunca aumentaría su valor interno; pues independientemente de ello debería ese mismo legislador único y absoluto ser representado siempre según él juzgase el valor de los seres racionales sólo por su conducta desinteresada, que les prescribe solamente aquella idea. La esencia de las cosas no se altera por sus relaciones externas, y lo que, sin pensar en estas últimas, constituye el valor absoluto del hombre, ha de ser lo que sirva para juzgarle, sea por quien fuere, aun por el supremo ser. La moralidad es, pues, la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal, por medio de las máximas de la misma. La acción que pueda compadecerse con la autonomía de la voluntad es permitida; la que no concuerde con ella es prohibida. La voluntad cuyas máximas concuerden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia en que una voluntad no absolutamente buena se halla respecto del principio de la autonomía -la constricción moral- es obligación. Ésta no puede, por tanto, referirse a un ser santo. La necesidad objetiva de una acción por obligación llámase deber.
Por lo que antecede resulta ya fácil explicarse cómo sucede que, aun cuando bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, sin embargo, nos representamos cierta sublimidad y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes. Pues no hay en ella, sin duda, sublimidad alguna en cuanto que está sometida a la ley moral; pero si la hay en cuanto que es ella al mismo tiempo legisladora y sólo por esto está sometida a la ley. También hemos mostrado más arriba cómo ni el miedo ni la inclinación, sino solamente el respeto a la ley es el resorte que puede dar a la acción un valor moral. Nuestra propia voluntad, en cuanto que obrase sólo bajo la condición de una legislación universal posible por sus máximas, esa voluntad posible para nosotros en la idea, es el objeto propio del respeto, y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador universal, aun cuando con la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente a esa legislación.
La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad
La autonomía de la voluntad es la constitución de la voluntad, por la cual es ella para sí misma una ley -independientemente de como estén constituidos los objetos del querer-. El principio de la autonomía es, pues, no elegir de otro modo sino de éste: que las máximas de la elección, en el querer mismo, sean al mismo tiempo incluidas como ley universal. Que esta regla práctica es un imperativo, es decir, que la voluntad de todo ser racional está atada a ella necesariamente como condición, es cosa que por mero análisis de los conceptos presentes en esta afirmación no puede demostrarse, porque es una proposición sintética; habría que salir del conocimiento de los objetos y pasar a una crítica del sujeto, es decir, de la razón pura práctica, pues esa proposición sintética, que manda apodícticamente, debe poderse conocer enteramente a priori. Mas este asunto no pertenece al capítulo presente. Pero por medio de un simple análisis de los conceptos de la moralidad, si puede muy bien mostrarse que el citado principio de, la autonomía es el único principio de la moral. Pues de esa manera se halla que su principio debe ser un imperativo categórico, el cual, empero, no manda ni más m menos que esa autonomía justamente.
La heteronomía de la voluntad como origen de todos los principios ilegítimos de la moralidad
Cuando la voluntad busca la ley, que debe determinarla, en algún otro punto que no en la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por tanto, cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, entonces prodúcese siempre heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino el objeto, por su relación con la voluntad, es el que da a ésta la ley. Esta relación, ya descanse en la inclinación, ya en representaciones de la razón, no hace posibles más que imperativos hipotéticos: «debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa». En cambio, el imperativo moral y, por tanto, categórico, dice: «debo obrar de este o del otro modo, aun cuando no quisiera otra cosa». Por ejemplo, aquél dice: «no debo mentir, si quiero conservar la honra». Éste, empero, dice: «no debo mentir, aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza». Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que este objeto, no tenga sobre la voluntad el menor influjo, para que la razón práctica (voluntad) no sea una mera administradora de ajeno interés, sino que demuestre su propia autoridad imperativa como legislación suprema. Deberé, pues, por ejemplo, intentar fomentar la felicidad ajena, no porque me importe algo su existencia -ya sea por inmediata inclinación o por alguna satisfacción obtenida indirectamente por la razón-, sino solamente porque la máxima que la excluyese no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal.
División de todos los principios posibles de la moralidad, según el supuesto concepto fundamental de la heteronomía
La razón humana, en éste como en todos sus usos puros, cuando le falta la crítica, ha intentado rimero todos los posibles caminos ilícitos, antes de conseguir encontrar el único verdadero.
Todos los principios que pueden adoptarse desde este punto de vista son, o empíricos, o racionales. Los primeros, derivados del principio de la felicidad, se asientan en el sentimiento físico o en el sentimiento moral; los segundos, derivados del principio de la perfección, se asientan, o en el concepto racional de la misma, como efecto posible, o en el concepto de una perfección independiente -la voluntad de Dios- como causa determinante de nuestra voluntad.
Los principios empíricos no sirven nunca para fundamento de leyes morales. Pues la universalidad con que deben valer para todos los seres racionales sin distinción, la necesidad práctica incondicionada que por ello les es atribuida desaparece cuando el fundamento de ella se deriva de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de las circunstancias contingentes en que se coloca. Sin embargo, el principio de la propia felicidad es el más rechazable? no sólo porque es falso y porque la experiencia contradice el supuesto de que el bienestar se rige siempre por el bien obrar; no sólo tampoco porque en nada contribuye a fundamentar la moralidad, ya que es muy distinto hacer un hombre feliz que un hombre bueno, y uno entregado prudentemente a la busca de su provecho que uno dedicado a la práctica de la virtud, sino porque reduce la moralidad a resortes que más bien la derriban y aniquilan su elevación, juntando en una misma clase los motores que impulsan a la virtud con los que impulsan al vicio, enseñando solamente a hacer bien los cálculos, borrando, en suma, por completo la diferencia específica entre virtud y vicio. En cambio, el sentimiento moral, ese supuesto sentido especial -aunque es harto superficial la apelación a este sentido, con la creencia de que quienes no puedan pensar habrán de dirigirse bien por medio del sentir, en aquello que se refiere a meras leyes universales, y aunque los sentimientos, que por naturaleza son infinitamente distintos unos de otros en el grado, no dan una pauta igual del bien y del mal, y no puede uno por su propio sentimiento juzgar válidamente a los demás-, sin embargo, está más cerca de la moralidad y su dignidad, porque tributa a la virtud el honor de atribuirle inmediatamente la satisfacción y el aprecio y no le dice en la cara que no es su belleza, sino el provecho, el que nos ata a ella.
Entre los principios racionales de la moralidad hay que preferir el concepto ontológico de la perfección. Por vacuo, indeterminado y, en consecuencia, inutilizable que sea para encontrar, en el inmensurable campo de la realidad posible, la mayor suma útil para nosotros, y aunque al distinguir específicamente de cualquier otra la realidad de que se trata aquí tenga una inclinación inevitable a dar vueltas en círculo y no pueda por menos de suponer tácitamente la moralidad que debe explicar, sin embargo, el concepto ontológico de la perfección es mejor que el concepto teológico, que deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima, no sólo porque no podemos intuir la perfección divina, y sólo podemos deducirla de nuestros conceptos, entre los cuales el principal es el de la moralidad, sino porque si no hacemos esto -y hacerlo sería cometer un círculo grosero en la explicación- no nos queda más concepto de la voluntad divina que el que se deriva de las propiedades de la ambición y el afán de dominio, unidas a las terribles representaciones de la fuerza y la venganza, las cuales habrían de formar el fundamento de un sistema de las costumbres, directamente opuesto a la moralidad.
Pero si yo tuviera que elegir entre el concepto de sentido moral y el de la perfección en general -ninguno de los dos lesiona, al menos, la moralidad, aun cuando no son aptos tampoco para servirle de fundamento-, me decidiría en favor del último, porque éste, al menos, alejando de la sensibilidad y trasladando al tribunal de la razón pura la decisión de la cuestión, aun cuando nada decide éste tampoco, conserva, sin embargo, sin falsearla la idea indeterminada -de una voluntad buena en sí- para más exacta y precisa determinación.
Creo, además, que puedo dispensarme de una minuciosa refutación de todos estos conceptos. Es tan fácil; la ven, probablemente, tan bien los mismos que, por su oficio, están obligados a pronunciarse en favor de alguna de esas teorías -pues los oyentes no toleran con facilidad la suspensión del juicio-, que sería trabajo superfluo el hacer tal refutación. Pero lo que más nos interesa aquí es saber que estos principios no establecen más que heteronomía de la voluntad como fundamento primero de la moralidad, y precisamente por eso han de fallar necesariamente su fin.
Dondequiera que un objeto de la voluntad se pone por fundamento para prescribir a la voluntad la regla que la determina, es esta regla heteronomía; el imperativo está condicionado, a saber: si o porque se quiere este objeto, hay que obrar de tal o cual modo; por tanto, no puede nunca mandar moralmente, es decir, categóricamente. Ya sea que el objeto determine la voluntad por medio de la inclinación, como sucede en el principio de la propia felicidad, ya sea que la determine por la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad posible en general, en el principio de la perfección, resulta que la voluntad no se determina nunca a sí misma inmediatamente por la representación de la acción, sino sólo por los motores que actúan sobre la voluntad en vista del efecto previsto de la acción: debo hacer algo, porque quiero alguna otra cosa, y aquí hay que poner de fundamento en mi sujeto otra ley, según la cual necesariamente quiero esa otra cosa, y esa ley, a su vez, necesita un imperativo que limite esa máxima. Pues como el impulso que ha de ejercer sobre la voluntad del sujeto la representación de un objeto, posible por nuestras fuerzas, según la constitución natural del sujeto, pertenece a la naturaleza de éste, ya sea de la sensibilidad -inclinación o gusto-, o del entendimiento y la razón, las cuales se ejercitan con satisfacción en un objeto, según la peculiar disposición de su naturaleza, resulta que quien propiamente daría la ley sería la naturaleza, y esa ley, como tal, no solamente tiene que ser conocida y demostrada por la experiencia y, por tanto, en sí misma contingente e impropia por ello para regla práctica apodíctica, como debe serlo la ley moral, sino que es siempre mera heteronomía de la voluntad; la voluntad no se da a sí misma la ley, sino que es un impulso extraño el que le da la ley por medio de una naturaleza del sujeto, acorde con la receptividad del mismo.
La voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo categórico, quedará pues, indeterminada respecto de todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general, como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin que intervenga como fundamento ningún impulso e interés.
¿Cómo es posible y por qué es necesaria semejante proposición práctica sintética «a priori»? Es éste un problema cuya solución no cabe en los límites de la metafísica de las costumbres. Tampoco hemos afirmado aquí su verdad, y mucho menos presumido de tener en nuestro poder una demostración. Nos hemos limitado a exponer, por el desarrollo del concepto de moralidad, una vez puesto en marcha, en general, que una autonomía de la voluntad inevitablemente va inclusa en él, o más bien, le sirve de base. Así, pues, quien tenga a la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad, habrá de admitir también el citado principio de la misma. Este capítulo ha sido, pues, como el primero, netamente analítico. Mas para que la moralidad no sea un fantasma vano -cosa que se deducirá de suyo si el imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad son verdaderos y absolutamente necesarios como principio a priori-, hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica, cosa que no podemos arriesgar sin que le preceda una crítica de esa facultad. En el último capítulo expondremos los rasgos principales de ella, que son suficientes para nuestro propósito.
Tercer Capítulo-.
El concepto de la libertad es la clave para explicar la autonomía de la voluntad
Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente, independientemente de extrañas causas que la determinen, así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas.
La citada definición de la libertad es negativa y, por tanto, infructuosa para conocer su esencia. Pero de ella se deriva un concepto positivo de la misma que es tanto más rico y fructífero. El concepto de una causalidad lleva consigo el concepto de leyes según las cuales, por medio de algo que llamamos causa, ha de ser puesto algo, a saber: la consecuencia. De donde resulta que la libertad, aunque no es una propiedad de la voluntad, según leyes naturales, no por eso carece de ley, sino que ha de ser más bien una causalidad, según leyes inmutables, si bien de particular especie; de otro modo una voluntad libre sería un absurdo. La necesidad natural era una heteronomía de las causas eficientes; pues todo efecto no era posible sino según la ley de que alguna otra cosa determine a la causalidad la causa eficiente. ¿Qué puede ser, pues, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es, propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? Pero la proposición: «la voluntad es, en todas las acciones, una ley de sí misma», caracteriza tan sólo el principio de no obrar según ninguna otra máxima que la que pueda ser objeto de sí misma, como ley universal. Ésta es justamente la fórmula del imperativo categórico y el principio de la moralidad; así, pues, voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa.
Si, pues, se supone libertad de la voluntad, síguese la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto. Sin embargo, sigue siendo este principio una proposición sintética: una voluntad absolutamente buena es aquella cuya máxima puede contenerse en sí misma a sí misma siempre, considerada como ley universal; pues por medio de un análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no puede ser hallada esa propiedad de la máxima. Mas semejantes proposiciones sintéticas sólo son posibles porque los dos conocimientos estén enlazados uno con otro por su enlace con un tercero, en el cual por ambas partes se encuentren. El concepto positivo de la libertad crea ese tercero, que no puede ser, como en las causas físicas, la naturaleza del mundo sensible (en cuyo concepto vienen a juntarse los conceptos de algo, como causa, en relación con otra cosa, como efecto). Pero aquí no puede manifestarse en seguida qué sea ese tercero, al que la libertad señala y del que tenemos a priori una idea, y tampoco puede aún hacerse comprensible la deducción del concepto de libertad sacándolo de la razón pura práctica, y con ella la posibilidad también de un imperativo categórico; para ello hace falta todavía alguna preparación.
La libertad como propiedad de la voluntad debe presuponerse en todos los seres racionales
No basta que atribuyamos libertad a nuestra voluntad, sea por el fundamento que fuere, si no tenemos razón suficiente para atribuirla asimismo a todos los seres racionales. Pues como la moralidad nos sirve de ley, en cuanto que somos seres racionales, tiene que valer también para todos los seres racionales, y como no puede derivarse sino de la propiedad de la libertad, tiene que ser demostrada la libertad como propiedad de la voluntad de todos los seres racionales; no basta, pues, exponerla en la naturaleza humana por ciertas supuestas experiencias (aun cuando esto es en absoluto imposible y sólo puede ser expuesta a priori), sino que hay que demostrarla como perteneciente a la actividad de seres racionales en general y dotados de libertad. Digo, pues: todo ser que no puede obrar de otra suerte que bajo la idea de la libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico, es decir, valen para tal ser todas las leyes que están inseparablemente unidas con la libertad, lo mismo que si su voluntad fuese definida como libre en sí misma y por modo válido en la filosofía teórica. Ahora bien; yo sostengo que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Pues en tal ser pensamos una razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Mas es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, pues entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales.
Del interés que reside en las ideas de la moralidad
Hemos referido el concepto determinado de la moralidad, en último término, a la idea de libertad; ésta, empero, no pudimos demostrarla como algo real ni siquiera en nosotros mismos y en la naturaleza humana; vimos solamente que tenemos que suponerla, si queremos pensar un ser como racional y con conciencia de su causalidad respecto de las acciones, es decir, como dotado de voluntad; y así hallamos que tenemos que atribuir, por el mismo fundamento, a todo ser dotado de razón y voluntad esa propiedad de determinarse a obrar bajo la idea de su libertad.
De la suposición de estas ideas se ha derivado, empero, también la conciencia de una ley para obrar: que los principios subjetivos de las acciones, o sea las máximas, tienen que ser tomadas siempre de modo que valgan también objetivamente, esto es, universalmente, como principios y puedan servir, por tanto, a nuestra propia legislación universal. Pero ¿por qué debo someterme a tal principio, y aun como ser racional en general, y conmigo todos los demás seres dotados de razón? Quiero admitir que ningún interés me empuja a ello, pues esto no proporcionaría ningún imperativo categórico; pero, sin embargo, tengo que tomar en ello algún interés y comprender cómo ello se verifica, pues tal deber es propiamente un querer que vale bajo la condición para todos los seres racionales, si la razón en él fuera práctica sin obstáculos. Para seres que, como nosotros, son afectados por sensibilidad con motores de otra especie; para seres en que no siempre ocurre lo que la razón por sí sola haría, llámase deber esa necesidad de la acción y se distingue la necesidad subjetiva de la objetiva.
Parece, pues, como si en la idea de la libertad supusiéramos propiamente la ley moral, a saber: el principio mismo de la autonomía de la voluntad, sin poder demostrar por sí misma su realidad y objetiva necesidad, y entonces habríamos, sin duda, ganado algo muy importante, por haber determinado al menos el principio legítimo con más precisión de lo que suele acontecer; pero, en cambio, por lo que toca a su validez y a la necesidad práctica de someterse a él, no habríamos adelantado un paso; pues no podríamos dar respuesta satisfactoria a quien nos preguntase por qué la validez universal de nuestra máxima, considerada como ley, tiene que ser la condición limitativa de nuestras acciones y en qué fundamos el valor que atribuimos a tal modo de obrar, valor que tan alto es, que no puede haber en ninguna parte un interés más alto, y cómo ocurre que el hombre cree sentir así su valor personal, frente al cual el de un estado agradable o desagradable nada significa.
Ciertamente, hallamos que podemos tomar interés en una constitución personal, que no lleva consigo el interés del estado, cuando aquella constitución nos hace capaces de participar en este estado, en el caso de que la razón haya de realizar la distribución del mismo, esto es, que la mera dignidad de ser feliz, aun sin el motivo de participar en esa felicidad, puede por sí sola interesar. Pero este juicio es, en realidad, sólo el efecto de la ya supuesta importancia de las leyes morales (cuando nosotros, por la idea de la libertad, nos separamos de todo interés empírico). Pero de la citada manera no podemos aún comprender cómo nos separamos de ese interés, es decir, nos consideramos libres en el obrar, y, sin embargo, debemos tenernos por sometidos a ciertas leyes, para hallar solamente en nuestra persona un valor que pueda abonar la pérdida de todo aquello que a nuestro estado proporciona valor; no podemos aún comprender cómo esto sea posible, es decir, por qué la ley moral obliga.
Muéstrase aquí -hay que confesarlo francamente- una especie de círculo vicioso, del cual, al parecer, no hay manera de salir. Nos consideramos como libres en el orden de las causas eficientes, para pensarnos sometidos a las leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad. Pues la libertad y la propia legislación de la voluntad son ambas autonomía; por tanto, conceptos transmutables, y uno de ellos no puede, por lo mismo, usarse para explicar el otro y establecer su fundamento, sino a lo sumo para reducir a un concepto único, en sentido lógico, representaciones al parecer diferentes del mismo objeto (como se reducen diferentes quebrados de igual contenido a su expresión mínima).
Mas una salida nos queda aún, que es investigar si cuando nos pensamos, por la libertad, como causas eficientes a priori, adoptamos o no otro punto de vista que cuando nos representamos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como efectos que vemos ante nuestros ojos.
Hay una observación que no necesita, para ser hecha, ninguna reflexión sutil y puede admitirse que el entendimiento más ordinario puede hacerla, si bien a su manera, por medio de una oscura distinción del Juicio, al que llama sentimiento. Es ésta: que todas las representaciones que nos vienen sin nuestro albedrío (como las de los sentidos) nos dan a conocer los objetos no de otro modo que como nos afectan, permaneciendo para nosotros desconocido lo que ellos sean en sí mismos, y que, por tanto, en lo que a tal especie de representaciones se refiere, aun con la más esforzada atención y claridad que pueda añadir el entendimiento, sólo podemos llegar a conocer los fenómenos, pero nunca las cosas en sí mismas. Tan pronto ha sido hecha esta distinción (en todo caso por medio de la observada diferencia entre las representaciones que nos son dadas de otra parte, y en las cuales somos pasivos, y aquellas otras que se producen exclusivamente de nosotros mismos, y en las cuales demostramos nuestra actividad), derivase de suyo que tras los fenómenos hay que admitir otra cosa que no es fenómeno, a saber: las cosas en sí, aun cuando, puesto que nunca pueden sernos conocidas en sí, sino siempre sólo como nos afectan, nos conformamos con no poder acercarnos nunca a ellas y no saber nunca lo que son en sí. Esto tiene que proporcionar una, aunque grosera, distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible, pudiendo ser el primero muy distinto, según la diferencia de la sensibilidad de los varios espectadores, mientras que el segundo, que le sirve de fundamento, permanece siempre idéntico. E incluso no le es lícito al hombre pretender conocerse a sí mismo, tal como es en sí, por el conocimiento que de el tiene mediante la sensación interna. Pues como por decirlo así, él no se crea a sí mismo y no tiene un concepto a priori de sí mismo, sino que lo recibe empíricamente, es natural que no pueda tomar conocimiento de sí, a no ser por el sentido interior y, consiguientemente, por el fenómeno de su naturaleza y la manera como su conciencia es afectada, aunque necesariamente tiene que admitir sobre esa constitución de su propio sujeto, compuesta de meros fenómenos, alguna otra cosa que esté a su base, esto es, suyo tal como sea en sí, y contarse entre el mundo sensible, con respecto a la mera percepción y receptividad de las sensaciones, y en el mundo intelectual, que, sin embargo, no conoce, con respecto a lo que en él sea pura actividad (lo que no llega a la conciencia por afección de los sentidos, sino inmediatamente).
Esta conclusión tiene que hacerla el hombre reflexivo acerca de todas las cosas que puedan presentársele, y sin duda se encuentra también en el entendimiento común, el cual, como es sabido, se inclina mucho a creer que detrás de los objetos de los sentidos hay algo invisible y por sí mismo activo; pero pronto estropea tal pensamiento porque se apresura a sensibilizar ese algo invisible, esto es, quiere hacer de ello un objeto de la intuición, con lo cual no se torna ni un punto más sensato.
Ahora bien, el hombre encuentra realmente en el mismo una facultad por la cual se distingue de todas las demás cosas y aun de sí mismo, en cuanto que es afectado por objetos: esa facultad es la razón. Ésta, como pura actividad propia, es incluso más alta que el entendimiento; porque aunque éste es también actividad propia y no contiene, como el sentido, meras representaciones, que sólo se producen cuando somos afectados por cosas (por tanto, pasivos), sin embargo, de su actividad no puede sacar otros conceptos que aquellos que sólo sirven para reducir a reglas las representaciones sensibles y reunirlas así en una conciencia, y no puede pensar en absoluto sin ese uso de la sensibilidad. En cambio, la razón muestra, bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura, que por ella excede la razón con mucho todo lo que la sensibilidad pueda darle, y muestra su más principal asunto en la tarea de distinguir el mundo sensible y el mundo inteligible, señalando así sus límites al entendimiento mismo.
Por todo lo cual, un ser racional debe considerarse a sí mismo como inteligencia (esto es, no por la parte de sus potencias inferiores) y como perteneciente, no al mundo sensible, sino al inteligible; por tanto, tiene dos puntos de vista desde los cuales puede considerarse a sí mismo y conocer leyes del uso de sus fuerzas y, por consiguiente, de todas sus acciones: el primero, en cuanto que pertenece al mundo sensible, bajo leyes naturales (heteronomía), y el segundo, como perteneciente al mundo inteligible, bajo leyes que, independientes de la naturaleza, no son empíricas, sino que se fundan solamente en la razón.
Como ser racional y, por tanto, perteneciente al mundo inteligible, no puede el hombre pensar nunca la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de la libertad, pues la independencia de las causas determinantes del mundo sensible (independencia que la razón tiene siempre que atribuirse) es libertad. Con la idea de la libertad hállase, empero, inseparablemente unido el concepto de autonomía, y con éste el principio universal de la moralidad, que sirve de fundamento a la idea de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos.
Ahora queda desechado el temor que más arriba hemos manifestado de que hubiese un círculo vicioso escondido en nuestra conclusión de la libertad a la autonomía y de ésta a la ley moral, esto es, de que acaso hubiéramos establecido la idea de la libertad sólo por la ley moral, para luego concluir ésta a su vez de la libertad, no pudiendo, pues, dar ningún fundamento de aquélla, sino admitiéndola sólo como una concesión de un principio, que con gusto admitimos nosotros, almas bien dispuestas moralmente, pero que no podemos nunca establecer como proposición demostrable. Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo al mundo inteligible también.
¿Cómo es posible un imperativo categórico?
El ser racional se considera, como inteligencia, perteneciente al mundo inteligible, y si llama voluntad a su causalidad es porque la considera sólo como una causa eficiente que pertenece a ese mundo inteligible. Pero, por otro lado, tiene conciencia de sí, como parte también del mundo sensible, en que sus acciones se encuentran como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida por esa causalidad, que no conocemos, sino que en su lugar tienen aquellas acciones que ser conocidas como pertenecientes al mundo sensible, como determinadas por otros fenómenos, a saber: apetitos e inclinaciones. Como mero miembro del mundo inteligible, serían todas mis acciones perfectamente conformes al principio de la autonomía de la voluntad pura; como simple parte del mundo sensible, tendrían que ser tomadas enteramente de acuerdo con la ley natural de los apetitos e inclinaciones y, por tanto, de la heteronomía de la naturaleza. (Las primeras se asentarían en el principio supremo de la moralidad; las segundas, en el de la felicidad.) Pero como el mundo inteligible contiene el fundamento del mundo sensible, y por ende también de las leyes del mismo -y así el mundo inteligible es, con respecto a mi voluntad (que pertenece toda ella a él), inmediatamente legislador y debe, pues, ser pensado como tal-, resulta de aquí que, aunque, por otra parte, me conozca también corno ser perteneciente al mundo sensible, habré de conocerme, como inteligencia, sometido a la ley del mundo inteligible, esto es, de la razón, que en la idea de la libertad encierra la ley del mismo y, por tanto, de la autonomía de la voluntad; por consiguiente, las leyes del mundo inteligible habré de considerarlas para mí como imperativos, y las acciones conformes a este principio, como deberes.
Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mis acciones deben ser conformes a la dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón; poco más o menos como a las intuiciones del mundo sensible se añaden conceptos del entendimiento, los cuales por sí mismos no significan más que la forma de ley en general, y así hacen posibles proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales descansa todo conocimiento de una naturaleza.
El uso práctico de la razón común humana confirma la exactitud de esta deducción. No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no sienta, al oír referencia de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza en seguir buenas máximas, de compasión y universal benevolencia (unidas estas virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), no sienta, digo, el deseo de tener también él esos buenos sentimientos. Pero no puede conseguirlo, a causa de sus inclinaciones y apetitos, y, sin embargo, desea verse libre de las tales inclinaciones, que a él mismo le pesan. Demuestra, pues, con esto que por el pensamiento se incluye con una voluntad libre de los acosos de la sensibilidad, en un orden de cosas muy diferente del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, pues de aquel deseo no puede esperar ningún placer de los apetitos y, por tanto, ningún estado que satisfaga alguna de sus inclinaciones, ya reales, ya imaginables (pues ello menoscabaría la excelencia de la idea misma, que arrebata tras ella su deseo), sino sólo un mayor valor íntimo de su persona. Esta persona mejor, cree él serlo cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro del mundo inteligible, a que involuntariamente le empuja la idea de la libertad, esto es, de la independencia de las causas determinantes en el mundo sensible. En ese mundo inteligible tiene conciencia de poseer una buena voluntad, la cual constituye, según su propia confesión, la ley para su mala voluntad, como miembro del mundo sensible, y reconoce su autoridad al transgredirla. El deber moral es, pues, propio querer necesario, al ser miembro de un mundo inteligible, y si es pensado por él como un deber, es porque se considera al mismo tiempo como miembro del mundo sensible.
De los extremos límites de toda filosofía práctica
Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad. Por eso los juicios todos recaen sobre las acciones consideradas como hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan ocurrido. Sin embargo, esta libertad no es un concepto de experiencia, y no puede serlo, porque permanece siempre, aun cuando la experiencia muestre lo contrario de aquellas exigencias que, bajo la suposición de la libertad, son representadas como necesarias. Por otra parte, es igualmente necesario que todo cuanto ocurre esté determinado indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos, compuesto según leyes universales. Por eso la libertad es sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí misma dudosa; la naturaleza, empero, es un concepto del entendimiento que demuestra, y necesariamente debe demostrar, su realidad en ejemplos de la experiencia.
De aquí nace, pues, una dialéctica de la razón, porque, con respecto de la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en contradicción con la necesidad natural; y en tal encrucijada, la razón, desde el punto de vista especulativo, halla el de la necesidad natural mucho más llano y practicable que el de la libertad; pero desde el punto de vista práctico es el sendero de la libertad el único por el cual es posible hacer uso de la razón en nuestras acciones y omisiones; por lo cual ni la filosofía más sutil ni la razón común del hombre pueden nunca excluir la libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el concepto de naturaleza ni el concepto de libertad.
Sin embargo, esta aparente contradicción debe al menos ser deshecha por modo convincente, aun cuando no pudiera nunca concebirse cómo sea posible la libertad. Pues si incluso el pensamiento de la libertad se contradice a sí mismo o a la naturaleza, que es igualmente necesaria, tendría que ser abandonada por completo frente a la necesidad natural.
Pero es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma relación cuando se llama libre que cuando se sabe sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma acción. Por eso es un problema imprescindible de la filosofía especulativa el mostrar, al menos, que su engaño respecto de la contradicción reposa en que pensamos al hombre en muy diferente sentido y relación cuando le llamamos libre que cuando le consideramos como pedazo de la naturaleza, sometido a las leyes de ésta, y que ambos, no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que deben pensarse también como necesariamente unidos en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse fundamento alguno de por qué íbamos a cargar la razón con una idea que, si bien se une sin contradicción a otra suficientemente establecida, sin embargo, nos enreda en un asunto por el cual la razón se ve reducida a grande estrechez en su uso teórico. Pero es ello un deber que se impone a la filosofía especulativa, para dejar campo libre a la práctica. Así, pues, no es potestativo para el filósofo levantar la aparente contradicción o dejarla intacta; pues en este último caso queda la teoría sobre este punto como un bonum vacans, en cuya posesión podría con razón instalarse el fatalista y expulsar toda moral de esa propiedad poseída sin título alguno.
Sin embargo, no puede aún decirse que comience aquí el límite de la filosofía práctica. Pues esa supresión de la contradicción no le compete a la filosofía práctica, sino que ésta exige de la razón especulativa que ponga término al desconcierto en que se enreda ella misma en cuestiones teóricas, para que así la razón práctica goce de paz y de seguridad frente a ataques exteriores que pudieran disputarle el campo en que ella quiere edificar.
Pero la misma pretensión de derecho que tiene la razón común humana a la libertad de la voluntad fúndase en la conciencia y en la admitida su posición de ser independiente la razón de causas que la determinen sólo subjetivamente, las cuales todas constituyen lo que pertenece solamente a la sensación y, por tanto, se agrupan bajo la denominación de sensibilidad. El hombre que de esta suerte se considera como inteligencia sitúase así en muy otro orden de cosas y en una relación con fundamentos determinantes de muy otra especie, cuando se piensa como inteligencia, dotado de una voluntad y, por consiguiente, de causalidad, que cuando se percibe como un fenómeno en el mundo sensible (cosa que realmente es) y somete su causalidad a determinación externa según leyes naturales. Pero pronto se convence de que ambas cosas pueden ser a la vez, y aun deben serlo. Pues no hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (perteneciente al mundo sensible) esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa, como cosa o ser en sí mismo, sea independiente de las tales leyes. Mas si él mismo debe representarse y pensarse de esa doble manera, ello obedece, en lo que a lo primero se refiere, a la conciencia que tiene de sí mismo como objeto afectado por sentidos, y en lo que a lo segundo toca, a la conciencia que tiene de sí mismo como inteligencia, esto es, como independiente de las impresiones sensibles en el uso de la razón (es decir, como perteneciente al mundo inteligible).
De aquí viene que el hombre tenga la pretensión de poseer una voluntad que nada admite de lo que pertenezca a sus apetitos e inclinaciones y, en cambio, piense como posibles, y aun como necesarias, por medio de esa voluntad, acciones tales que sólo pueden suceder despreciando todos los apetitos y excitaciones sensibles. La causalidad de estas acciones reside en él como inteligencia, y en las leyes de los efectos y acciones según principios de un mundo inteligible, del cual nada más sabe sino que en ese mundo da leyes la razón y sólo la razón pura, independiente de la sensibilidad. Igualmente, como en ese mundo es él, como mera inteligencia, el propio yo (mientras que como hombre no es más que el fenómeno de sí mismo), refiérense esas leyes a él inmediata y categóricamente, de suerte que las excitaciones de sus apetitos e impulsos (y, por tanto, la naturaleza entera del mundo sensible) no pueden menoscabar las leyes de su querer como inteligencia, hasta el punto de que él no responde de esos apetitos e impulsos y no los atribuye a su propio yo, esto es, a su voluntad, aunque sí es responsable de la complacencia que pueda manifestarles si les concede influjo sobre sus máximas, con perjuicio de las leyes racionales de la voluntad.
La razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere intuirse, sentirse en ese mundo. Lo primero es solamente un pensamiento negativo con respecto al mundo sensible, el cual no da ninguna ley a la razón en determinación de la voluntad; sólo en un punto es positivo, esto es, en que esa libertad, como determinación negativa, va unida al mismo tiempo con una (positiva) facultad y aun con una causalidad de la razón, que llamamos voluntad y que es la facultad de obrar de tal suerte que el principio de las acciones sea conforme a la esencial propiedad de una causa racional, esto es, a la condición de la validez universal de la máxima, como una ley. Pero si además fuera en busca de un objeto de la voluntad, esto es, de una causa motora tomada del mundo inteligible, entonces traspasaría sus límites y pretendería conocer algo de que nada sabe. El concepto de un mundo inteligible es, pues, sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el hombre; pero es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que según su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad, que es la única que puede compadecerse con la libertad de la voluntad; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan por resultado heteronomía, la cual no puede encontrarse más que en leyes naturales y se refiere sólo al mundo sensible.
Pero si la razón emprendiera la tarea de explicar cómo pueda la razón pura ser práctica, lo cual sería lo mismo que explicar cómo la libertad sea posible, entonces si que la razón traspasaría todos sus límites.
Pues no podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes, cuyo objeto pueda darse en alguna experiencia posible. Mas la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede exponerse de ninguna manera por leyes naturales y, por tanto, en ninguna experiencia posible; por consiguiente, puesto que no puede darse de ella nunca un ejemplo, por ninguna analogía, no cabe concebirla ni aun sólo conocerla. Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación y sólo resta la defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes, pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles que la contradicción que suponen haber descubierto aquí no consiste más sino en que ellos, para dar validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas, tuvieron que considerar el hombre, necesariamente, como fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen como inteligencia, también como cosa en sí, siguen, sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo, quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus fenómenos están sometidos.
La imposibilidad subjetiva de explicar la libertad de la voluntad es idéntica a la imposibilidad de encontrar y hacer concebible un interés que el hombre pudiera tomar en las leyes morales, y, sin embargo, toma realmente un interés en ellas, cuyo fundamento en nosotros llamamos sentimiento moral, el cual ha sido por algunos presentado falsamente como el criterio de nuestro juicio moral, debiendo considerársele más bien como el efecto subjetivo que ejerce la ley sobre la voluntad, cuyos fundamentos objetivos sólo la razón proporciona.
Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber, y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la razón que determine la sensibilidad conformemente a sus principios. Pero es imposible por completo conocer, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una especie particular de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que sobre ello tenemos que interrogar a la experiencia. Mas como ésta no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia, resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley y, por tanto, la moralidad. Pero una cosa es cierta, a saber: que no porque nos interese tiene validez para nosotros (pues esto fuera heteronomía y haría depender la razón pura de la sensibilidad, a saber: de un sentimiento que estuviese a su base, por lo cual nunca podría ser moralmente legisladora), sino que interesa porque vale para nosotros, como hombres, puesto que ha nacido de nuestra voluntad, como inteligencia, y, por tanto, de nuestro propio yo; pero lo que pertenece al mero fenómeno queda necesariamente subordinado por la razón a la constitución de la cosa en sí misma.
Así, pues, la pregunta de cómo un imperativo categórico sea posible puede, sin duda, ser contestada en el sentido de que puede indicarse la única suposición bajo la cual es él posible, a saber: la idea de la libertad, y asimismo en el sentido de que puede conocerse la necesidad de esta suposición, todo lo cual es suficiente para el uso práctico de la razón, es decir, para convencer de la validez de tal imperativo y, por ende, también de la ley moral; pero cómo sea posible esa suposición misma, es cosa que ninguna razón humana puede nunca conocer. Pero si suponemos la libertad de la voluntad de una inteligencia, es consecuencia necesaria la autonomía de la misma como condición formal bajo la cual tan sólo puede ser determinada. Suponer esa libertad de la voluntad, no sólo es muy posible, como demuestra la filosofía especulativa (sin caer en contradicción con el principio de la necesidad natural en el enlace de los fenómenos del mundo sensible), sino que también, para un ser racional que tiene conciencia de su causalidad por razón y, por ende, de una voluntad (que se distingue de los apetitos), es necesario, sin más condición, establecerla prácticamente, esto es, en la idea, como condición de todas sus acciones voluntarias. Pero la razón humana es totalmente impotente para explicar cómo ella, sin otros resortes, vengan de donde vinieren, pueda ser por sí misma práctica, esto es, cómo el mero principio de la universal validez de todas sus máximas como leyes (que sería desde luego la forma de una razón pura práctica), sin materia alguna (objeto) de la voluntad, a la cual pudiera de antemano tomarse algún interés, pueda dar por sí mismo un resorte y producir un interés que se llamaría moral, o, dicho de otro modo: cómo la razón pura pueda ser práctica. Todo esfuerzo y trabajo que se emplee en buscar explicación de esto será perdido.
Es lo mismo que si yo quisiera descubrir cómo sea posible la libertad misma, como causalidad de una voluntad. Pues en este punto abandono el fundamento filosófico de explicación y no tengo otro alguno. Sin duda, podría dar vueltas fantásticas por el mundo inteligible que aún me resta, por el mundo de las inteligencias; pues aunque tengo una idea de él, que tiene un buen fundamento, no tengo, empero, el más mínimo conocimiento de él ni puedo llegar nunca a tenerlo, por más que a ello se esfuerce mi facultad natural de la razón. Ese mundo no significa otra cosa que un algo que resta cuando he excluido de los fundamentos que determinan mi voluntad todo lo que pertenece al mundo sensible, sólo para recluir el principio de las causas motoras al campo de la sensibilidad, limitándolo y mostrando que no lo comprende todo en todo, sino que fuera de él hay algo más; este algo más, empero, no lo conozco. Si de la razón pura que piensa ese ideal separamos toda materia, esto es, todo conocimiento de los objetos, no nos quedará más que la forma, a saber: la ley práctica de la universal validez de las máximas y, conforme a ésta, la razón, en relación con un mundo puro inteligible, como posible causa eficiente, esto es, como causa determinante de la voluntad; tiene que faltar aquí por completo el resorte, y habría de ser esa idea misma de un mundo inteligible el resorte o aquello a que la razón originariamente toma un interés; pero hacer esto concebible es justamente un problema que no podemos resolver.
He aquí, pues, el límite supremo de toda investigación moral. Pero determinarlo es de gran importancia para que la razón, por una parte, no vaya a buscar en el mundo sensible, y por modo perjudicial para las costumbres, el motor supremo y un interés concebible, sí, pero empírico, y, por otra parte, para que no despliegue infructuosamente sus alas en el espacio, para ella vacío, de los conceptos trascendentes, bajo el nombre de mundo inteligible, sin avanzar un paso y perdiéndose entre fantasmas. Por lo demás, la idea de un mundo inteligible puro, como un conjunto de todas las inteligencias, al que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales (aunque, por otra parte, al mismo tiempo somos miembros del mundo sensible), sigue siendo una idea utilizable y permitida para el fin de una fe racional, aun cuando todo saber halla su término en los límites de ella; y el magnífico ideal de un reino universal de los fines en sí (seres racionales), al cual sólo podemos pertenecer como miembros cuando nos conducimos cuidadosamente según máximas de la libertad, cual si ellas fueran leyes de la naturaleza, produce en nosotros un vivo interés por la ley moral.
Observación final
El uso especulativo de la razón, con respecto a la naturaleza, conduce a la necesidad absoluta de alguna causa suprema del universo; el uso práctico de la razón, con respecto a la libertad, conduce también a una necesidad absoluta, pero sólo de las leyes de las acciones de un ser racional como tal. Ahora bien, es principio esencial de todo uso de nuestra razón el llevar su conocimiento hasta la conciencia de su necesidad (que sin ella no fuera nunca conocimiento de la razón). Pero también es una limitación igualmente esencial de la misma razón el no poder conocer la necesidad, ni de lo que existe o lo que sucede, ni de lo que debe suceder, sin poner una condición bajo la cual ello existe o sucede o debe suceder. De esta suerte, empero, por la constante pregunta o inquisición de la condición, queda constantemente aplazada la satisfacción de la razón. Por eso ésta busca sin descanso lo incondicional necesario y se ve obligada a admitirlo, sin medio alguno para hacérselo concebible: harto contenta cuando puede hallar el concepto que se compadece con esa suposición. No es, pues, una censura para nuestra deducción del principio supremo de la moralidad, sino un reproche que habría que hacer a la razón humana en general el que no pueda hacer concebible una ley práctica incondicionada (como tiene que serlo el imperativo categórico), en su absoluta necesidad; pues si no quiere hacerlo por medio de una condición, a saber, por medio de algún interés puesto por fundamento, no hay que censurarla por ello, ya que entonces no seria una ley moral, esto es, suprema de la libertad. Así, pues, no concebimos, ciertamente, la necesidad práctica incondicionada del imperativo moral; pero concebimos, sin embargo, su inconcebibilidad, y esto es todo lo que, en equidad, puede exigirse de una filosofía que aspira a los límites de la razón humana en principios.
Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente, independientemente de extrañas causas que la determinen, así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas.
La citada definición de la libertad es negativa y, por tanto, infructuosa para conocer su esencia. Pero de ella se deriva un concepto positivo de la misma que es tanto más rico y fructífero. El concepto de una causalidad lleva consigo el concepto de leyes según las cuales, por medio de algo que llamamos causa, ha de ser puesto algo, a saber: la consecuencia. De donde resulta que la libertad, aunque no es una propiedad de la voluntad, según leyes naturales, no por eso carece de ley, sino que ha de ser más bien una causalidad, según leyes inmutables, si bien de particular especie; de otro modo una voluntad libre sería un absurdo. La necesidad natural era una heteronomía de las causas eficientes; pues todo efecto no era posible sino según la ley de que alguna otra cosa determine a la causalidad la causa eficiente. ¿Qué puede ser, pues, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es, propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? Pero la proposición: «la voluntad es, en todas las acciones, una ley de sí misma», caracteriza tan sólo el principio de no obrar según ninguna otra máxima que la que pueda ser objeto de sí misma, como ley universal. Ésta es justamente la fórmula del imperativo categórico y el principio de la moralidad; así, pues, voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa.
Si, pues, se supone libertad de la voluntad, síguese la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto. Sin embargo, sigue siendo este principio una proposición sintética: una voluntad absolutamente buena es aquella cuya máxima puede contenerse en sí misma a sí misma siempre, considerada como ley universal; pues por medio de un análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no puede ser hallada esa propiedad de la máxima. Mas semejantes proposiciones sintéticas sólo son posibles porque los dos conocimientos estén enlazados uno con otro por su enlace con un tercero, en el cual por ambas partes se encuentren. El concepto positivo de la libertad crea ese tercero, que no puede ser, como en las causas físicas, la naturaleza del mundo sensible (en cuyo concepto vienen a juntarse los conceptos de algo, como causa, en relación con otra cosa, como efecto). Pero aquí no puede manifestarse en seguida qué sea ese tercero, al que la libertad señala y del que tenemos a priori una idea, y tampoco puede aún hacerse comprensible la deducción del concepto de libertad sacándolo de la razón pura práctica, y con ella la posibilidad también de un imperativo categórico; para ello hace falta todavía alguna preparación.
La libertad como propiedad de la voluntad debe presuponerse en todos los seres racionales
No basta que atribuyamos libertad a nuestra voluntad, sea por el fundamento que fuere, si no tenemos razón suficiente para atribuirla asimismo a todos los seres racionales. Pues como la moralidad nos sirve de ley, en cuanto que somos seres racionales, tiene que valer también para todos los seres racionales, y como no puede derivarse sino de la propiedad de la libertad, tiene que ser demostrada la libertad como propiedad de la voluntad de todos los seres racionales; no basta, pues, exponerla en la naturaleza humana por ciertas supuestas experiencias (aun cuando esto es en absoluto imposible y sólo puede ser expuesta a priori), sino que hay que demostrarla como perteneciente a la actividad de seres racionales en general y dotados de libertad. Digo, pues: todo ser que no puede obrar de otra suerte que bajo la idea de la libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico, es decir, valen para tal ser todas las leyes que están inseparablemente unidas con la libertad, lo mismo que si su voluntad fuese definida como libre en sí misma y por modo válido en la filosofía teórica. Ahora bien; yo sostengo que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Pues en tal ser pensamos una razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Mas es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, pues entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales.
Del interés que reside en las ideas de la moralidad
Hemos referido el concepto determinado de la moralidad, en último término, a la idea de libertad; ésta, empero, no pudimos demostrarla como algo real ni siquiera en nosotros mismos y en la naturaleza humana; vimos solamente que tenemos que suponerla, si queremos pensar un ser como racional y con conciencia de su causalidad respecto de las acciones, es decir, como dotado de voluntad; y así hallamos que tenemos que atribuir, por el mismo fundamento, a todo ser dotado de razón y voluntad esa propiedad de determinarse a obrar bajo la idea de su libertad.
De la suposición de estas ideas se ha derivado, empero, también la conciencia de una ley para obrar: que los principios subjetivos de las acciones, o sea las máximas, tienen que ser tomadas siempre de modo que valgan también objetivamente, esto es, universalmente, como principios y puedan servir, por tanto, a nuestra propia legislación universal. Pero ¿por qué debo someterme a tal principio, y aun como ser racional en general, y conmigo todos los demás seres dotados de razón? Quiero admitir que ningún interés me empuja a ello, pues esto no proporcionaría ningún imperativo categórico; pero, sin embargo, tengo que tomar en ello algún interés y comprender cómo ello se verifica, pues tal deber es propiamente un querer que vale bajo la condición para todos los seres racionales, si la razón en él fuera práctica sin obstáculos. Para seres que, como nosotros, son afectados por sensibilidad con motores de otra especie; para seres en que no siempre ocurre lo que la razón por sí sola haría, llámase deber esa necesidad de la acción y se distingue la necesidad subjetiva de la objetiva.
Parece, pues, como si en la idea de la libertad supusiéramos propiamente la ley moral, a saber: el principio mismo de la autonomía de la voluntad, sin poder demostrar por sí misma su realidad y objetiva necesidad, y entonces habríamos, sin duda, ganado algo muy importante, por haber determinado al menos el principio legítimo con más precisión de lo que suele acontecer; pero, en cambio, por lo que toca a su validez y a la necesidad práctica de someterse a él, no habríamos adelantado un paso; pues no podríamos dar respuesta satisfactoria a quien nos preguntase por qué la validez universal de nuestra máxima, considerada como ley, tiene que ser la condición limitativa de nuestras acciones y en qué fundamos el valor que atribuimos a tal modo de obrar, valor que tan alto es, que no puede haber en ninguna parte un interés más alto, y cómo ocurre que el hombre cree sentir así su valor personal, frente al cual el de un estado agradable o desagradable nada significa.
Ciertamente, hallamos que podemos tomar interés en una constitución personal, que no lleva consigo el interés del estado, cuando aquella constitución nos hace capaces de participar en este estado, en el caso de que la razón haya de realizar la distribución del mismo, esto es, que la mera dignidad de ser feliz, aun sin el motivo de participar en esa felicidad, puede por sí sola interesar. Pero este juicio es, en realidad, sólo el efecto de la ya supuesta importancia de las leyes morales (cuando nosotros, por la idea de la libertad, nos separamos de todo interés empírico). Pero de la citada manera no podemos aún comprender cómo nos separamos de ese interés, es decir, nos consideramos libres en el obrar, y, sin embargo, debemos tenernos por sometidos a ciertas leyes, para hallar solamente en nuestra persona un valor que pueda abonar la pérdida de todo aquello que a nuestro estado proporciona valor; no podemos aún comprender cómo esto sea posible, es decir, por qué la ley moral obliga.
Muéstrase aquí -hay que confesarlo francamente- una especie de círculo vicioso, del cual, al parecer, no hay manera de salir. Nos consideramos como libres en el orden de las causas eficientes, para pensarnos sometidos a las leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad. Pues la libertad y la propia legislación de la voluntad son ambas autonomía; por tanto, conceptos transmutables, y uno de ellos no puede, por lo mismo, usarse para explicar el otro y establecer su fundamento, sino a lo sumo para reducir a un concepto único, en sentido lógico, representaciones al parecer diferentes del mismo objeto (como se reducen diferentes quebrados de igual contenido a su expresión mínima).
Mas una salida nos queda aún, que es investigar si cuando nos pensamos, por la libertad, como causas eficientes a priori, adoptamos o no otro punto de vista que cuando nos representamos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como efectos que vemos ante nuestros ojos.
Hay una observación que no necesita, para ser hecha, ninguna reflexión sutil y puede admitirse que el entendimiento más ordinario puede hacerla, si bien a su manera, por medio de una oscura distinción del Juicio, al que llama sentimiento. Es ésta: que todas las representaciones que nos vienen sin nuestro albedrío (como las de los sentidos) nos dan a conocer los objetos no de otro modo que como nos afectan, permaneciendo para nosotros desconocido lo que ellos sean en sí mismos, y que, por tanto, en lo que a tal especie de representaciones se refiere, aun con la más esforzada atención y claridad que pueda añadir el entendimiento, sólo podemos llegar a conocer los fenómenos, pero nunca las cosas en sí mismas. Tan pronto ha sido hecha esta distinción (en todo caso por medio de la observada diferencia entre las representaciones que nos son dadas de otra parte, y en las cuales somos pasivos, y aquellas otras que se producen exclusivamente de nosotros mismos, y en las cuales demostramos nuestra actividad), derivase de suyo que tras los fenómenos hay que admitir otra cosa que no es fenómeno, a saber: las cosas en sí, aun cuando, puesto que nunca pueden sernos conocidas en sí, sino siempre sólo como nos afectan, nos conformamos con no poder acercarnos nunca a ellas y no saber nunca lo que son en sí. Esto tiene que proporcionar una, aunque grosera, distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible, pudiendo ser el primero muy distinto, según la diferencia de la sensibilidad de los varios espectadores, mientras que el segundo, que le sirve de fundamento, permanece siempre idéntico. E incluso no le es lícito al hombre pretender conocerse a sí mismo, tal como es en sí, por el conocimiento que de el tiene mediante la sensación interna. Pues como por decirlo así, él no se crea a sí mismo y no tiene un concepto a priori de sí mismo, sino que lo recibe empíricamente, es natural que no pueda tomar conocimiento de sí, a no ser por el sentido interior y, consiguientemente, por el fenómeno de su naturaleza y la manera como su conciencia es afectada, aunque necesariamente tiene que admitir sobre esa constitución de su propio sujeto, compuesta de meros fenómenos, alguna otra cosa que esté a su base, esto es, suyo tal como sea en sí, y contarse entre el mundo sensible, con respecto a la mera percepción y receptividad de las sensaciones, y en el mundo intelectual, que, sin embargo, no conoce, con respecto a lo que en él sea pura actividad (lo que no llega a la conciencia por afección de los sentidos, sino inmediatamente).
Esta conclusión tiene que hacerla el hombre reflexivo acerca de todas las cosas que puedan presentársele, y sin duda se encuentra también en el entendimiento común, el cual, como es sabido, se inclina mucho a creer que detrás de los objetos de los sentidos hay algo invisible y por sí mismo activo; pero pronto estropea tal pensamiento porque se apresura a sensibilizar ese algo invisible, esto es, quiere hacer de ello un objeto de la intuición, con lo cual no se torna ni un punto más sensato.
Ahora bien, el hombre encuentra realmente en el mismo una facultad por la cual se distingue de todas las demás cosas y aun de sí mismo, en cuanto que es afectado por objetos: esa facultad es la razón. Ésta, como pura actividad propia, es incluso más alta que el entendimiento; porque aunque éste es también actividad propia y no contiene, como el sentido, meras representaciones, que sólo se producen cuando somos afectados por cosas (por tanto, pasivos), sin embargo, de su actividad no puede sacar otros conceptos que aquellos que sólo sirven para reducir a reglas las representaciones sensibles y reunirlas así en una conciencia, y no puede pensar en absoluto sin ese uso de la sensibilidad. En cambio, la razón muestra, bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura, que por ella excede la razón con mucho todo lo que la sensibilidad pueda darle, y muestra su más principal asunto en la tarea de distinguir el mundo sensible y el mundo inteligible, señalando así sus límites al entendimiento mismo.
Por todo lo cual, un ser racional debe considerarse a sí mismo como inteligencia (esto es, no por la parte de sus potencias inferiores) y como perteneciente, no al mundo sensible, sino al inteligible; por tanto, tiene dos puntos de vista desde los cuales puede considerarse a sí mismo y conocer leyes del uso de sus fuerzas y, por consiguiente, de todas sus acciones: el primero, en cuanto que pertenece al mundo sensible, bajo leyes naturales (heteronomía), y el segundo, como perteneciente al mundo inteligible, bajo leyes que, independientes de la naturaleza, no son empíricas, sino que se fundan solamente en la razón.
Como ser racional y, por tanto, perteneciente al mundo inteligible, no puede el hombre pensar nunca la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de la libertad, pues la independencia de las causas determinantes del mundo sensible (independencia que la razón tiene siempre que atribuirse) es libertad. Con la idea de la libertad hállase, empero, inseparablemente unido el concepto de autonomía, y con éste el principio universal de la moralidad, que sirve de fundamento a la idea de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos.
Ahora queda desechado el temor que más arriba hemos manifestado de que hubiese un círculo vicioso escondido en nuestra conclusión de la libertad a la autonomía y de ésta a la ley moral, esto es, de que acaso hubiéramos establecido la idea de la libertad sólo por la ley moral, para luego concluir ésta a su vez de la libertad, no pudiendo, pues, dar ningún fundamento de aquélla, sino admitiéndola sólo como una concesión de un principio, que con gusto admitimos nosotros, almas bien dispuestas moralmente, pero que no podemos nunca establecer como proposición demostrable. Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo al mundo inteligible también.
¿Cómo es posible un imperativo categórico?
El ser racional se considera, como inteligencia, perteneciente al mundo inteligible, y si llama voluntad a su causalidad es porque la considera sólo como una causa eficiente que pertenece a ese mundo inteligible. Pero, por otro lado, tiene conciencia de sí, como parte también del mundo sensible, en que sus acciones se encuentran como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida por esa causalidad, que no conocemos, sino que en su lugar tienen aquellas acciones que ser conocidas como pertenecientes al mundo sensible, como determinadas por otros fenómenos, a saber: apetitos e inclinaciones. Como mero miembro del mundo inteligible, serían todas mis acciones perfectamente conformes al principio de la autonomía de la voluntad pura; como simple parte del mundo sensible, tendrían que ser tomadas enteramente de acuerdo con la ley natural de los apetitos e inclinaciones y, por tanto, de la heteronomía de la naturaleza. (Las primeras se asentarían en el principio supremo de la moralidad; las segundas, en el de la felicidad.) Pero como el mundo inteligible contiene el fundamento del mundo sensible, y por ende también de las leyes del mismo -y así el mundo inteligible es, con respecto a mi voluntad (que pertenece toda ella a él), inmediatamente legislador y debe, pues, ser pensado como tal-, resulta de aquí que, aunque, por otra parte, me conozca también corno ser perteneciente al mundo sensible, habré de conocerme, como inteligencia, sometido a la ley del mundo inteligible, esto es, de la razón, que en la idea de la libertad encierra la ley del mismo y, por tanto, de la autonomía de la voluntad; por consiguiente, las leyes del mundo inteligible habré de considerarlas para mí como imperativos, y las acciones conformes a este principio, como deberes.
Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mis acciones deben ser conformes a la dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón; poco más o menos como a las intuiciones del mundo sensible se añaden conceptos del entendimiento, los cuales por sí mismos no significan más que la forma de ley en general, y así hacen posibles proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales descansa todo conocimiento de una naturaleza.
El uso práctico de la razón común humana confirma la exactitud de esta deducción. No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no sienta, al oír referencia de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza en seguir buenas máximas, de compasión y universal benevolencia (unidas estas virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), no sienta, digo, el deseo de tener también él esos buenos sentimientos. Pero no puede conseguirlo, a causa de sus inclinaciones y apetitos, y, sin embargo, desea verse libre de las tales inclinaciones, que a él mismo le pesan. Demuestra, pues, con esto que por el pensamiento se incluye con una voluntad libre de los acosos de la sensibilidad, en un orden de cosas muy diferente del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, pues de aquel deseo no puede esperar ningún placer de los apetitos y, por tanto, ningún estado que satisfaga alguna de sus inclinaciones, ya reales, ya imaginables (pues ello menoscabaría la excelencia de la idea misma, que arrebata tras ella su deseo), sino sólo un mayor valor íntimo de su persona. Esta persona mejor, cree él serlo cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro del mundo inteligible, a que involuntariamente le empuja la idea de la libertad, esto es, de la independencia de las causas determinantes en el mundo sensible. En ese mundo inteligible tiene conciencia de poseer una buena voluntad, la cual constituye, según su propia confesión, la ley para su mala voluntad, como miembro del mundo sensible, y reconoce su autoridad al transgredirla. El deber moral es, pues, propio querer necesario, al ser miembro de un mundo inteligible, y si es pensado por él como un deber, es porque se considera al mismo tiempo como miembro del mundo sensible.
De los extremos límites de toda filosofía práctica
Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad. Por eso los juicios todos recaen sobre las acciones consideradas como hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan ocurrido. Sin embargo, esta libertad no es un concepto de experiencia, y no puede serlo, porque permanece siempre, aun cuando la experiencia muestre lo contrario de aquellas exigencias que, bajo la suposición de la libertad, son representadas como necesarias. Por otra parte, es igualmente necesario que todo cuanto ocurre esté determinado indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos, compuesto según leyes universales. Por eso la libertad es sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí misma dudosa; la naturaleza, empero, es un concepto del entendimiento que demuestra, y necesariamente debe demostrar, su realidad en ejemplos de la experiencia.
De aquí nace, pues, una dialéctica de la razón, porque, con respecto de la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en contradicción con la necesidad natural; y en tal encrucijada, la razón, desde el punto de vista especulativo, halla el de la necesidad natural mucho más llano y practicable que el de la libertad; pero desde el punto de vista práctico es el sendero de la libertad el único por el cual es posible hacer uso de la razón en nuestras acciones y omisiones; por lo cual ni la filosofía más sutil ni la razón común del hombre pueden nunca excluir la libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el concepto de naturaleza ni el concepto de libertad.
Sin embargo, esta aparente contradicción debe al menos ser deshecha por modo convincente, aun cuando no pudiera nunca concebirse cómo sea posible la libertad. Pues si incluso el pensamiento de la libertad se contradice a sí mismo o a la naturaleza, que es igualmente necesaria, tendría que ser abandonada por completo frente a la necesidad natural.
Pero es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma relación cuando se llama libre que cuando se sabe sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma acción. Por eso es un problema imprescindible de la filosofía especulativa el mostrar, al menos, que su engaño respecto de la contradicción reposa en que pensamos al hombre en muy diferente sentido y relación cuando le llamamos libre que cuando le consideramos como pedazo de la naturaleza, sometido a las leyes de ésta, y que ambos, no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que deben pensarse también como necesariamente unidos en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse fundamento alguno de por qué íbamos a cargar la razón con una idea que, si bien se une sin contradicción a otra suficientemente establecida, sin embargo, nos enreda en un asunto por el cual la razón se ve reducida a grande estrechez en su uso teórico. Pero es ello un deber que se impone a la filosofía especulativa, para dejar campo libre a la práctica. Así, pues, no es potestativo para el filósofo levantar la aparente contradicción o dejarla intacta; pues en este último caso queda la teoría sobre este punto como un bonum vacans, en cuya posesión podría con razón instalarse el fatalista y expulsar toda moral de esa propiedad poseída sin título alguno.
Sin embargo, no puede aún decirse que comience aquí el límite de la filosofía práctica. Pues esa supresión de la contradicción no le compete a la filosofía práctica, sino que ésta exige de la razón especulativa que ponga término al desconcierto en que se enreda ella misma en cuestiones teóricas, para que así la razón práctica goce de paz y de seguridad frente a ataques exteriores que pudieran disputarle el campo en que ella quiere edificar.
Pero la misma pretensión de derecho que tiene la razón común humana a la libertad de la voluntad fúndase en la conciencia y en la admitida su posición de ser independiente la razón de causas que la determinen sólo subjetivamente, las cuales todas constituyen lo que pertenece solamente a la sensación y, por tanto, se agrupan bajo la denominación de sensibilidad. El hombre que de esta suerte se considera como inteligencia sitúase así en muy otro orden de cosas y en una relación con fundamentos determinantes de muy otra especie, cuando se piensa como inteligencia, dotado de una voluntad y, por consiguiente, de causalidad, que cuando se percibe como un fenómeno en el mundo sensible (cosa que realmente es) y somete su causalidad a determinación externa según leyes naturales. Pero pronto se convence de que ambas cosas pueden ser a la vez, y aun deben serlo. Pues no hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (perteneciente al mundo sensible) esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa, como cosa o ser en sí mismo, sea independiente de las tales leyes. Mas si él mismo debe representarse y pensarse de esa doble manera, ello obedece, en lo que a lo primero se refiere, a la conciencia que tiene de sí mismo como objeto afectado por sentidos, y en lo que a lo segundo toca, a la conciencia que tiene de sí mismo como inteligencia, esto es, como independiente de las impresiones sensibles en el uso de la razón (es decir, como perteneciente al mundo inteligible).
De aquí viene que el hombre tenga la pretensión de poseer una voluntad que nada admite de lo que pertenezca a sus apetitos e inclinaciones y, en cambio, piense como posibles, y aun como necesarias, por medio de esa voluntad, acciones tales que sólo pueden suceder despreciando todos los apetitos y excitaciones sensibles. La causalidad de estas acciones reside en él como inteligencia, y en las leyes de los efectos y acciones según principios de un mundo inteligible, del cual nada más sabe sino que en ese mundo da leyes la razón y sólo la razón pura, independiente de la sensibilidad. Igualmente, como en ese mundo es él, como mera inteligencia, el propio yo (mientras que como hombre no es más que el fenómeno de sí mismo), refiérense esas leyes a él inmediata y categóricamente, de suerte que las excitaciones de sus apetitos e impulsos (y, por tanto, la naturaleza entera del mundo sensible) no pueden menoscabar las leyes de su querer como inteligencia, hasta el punto de que él no responde de esos apetitos e impulsos y no los atribuye a su propio yo, esto es, a su voluntad, aunque sí es responsable de la complacencia que pueda manifestarles si les concede influjo sobre sus máximas, con perjuicio de las leyes racionales de la voluntad.
La razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere intuirse, sentirse en ese mundo. Lo primero es solamente un pensamiento negativo con respecto al mundo sensible, el cual no da ninguna ley a la razón en determinación de la voluntad; sólo en un punto es positivo, esto es, en que esa libertad, como determinación negativa, va unida al mismo tiempo con una (positiva) facultad y aun con una causalidad de la razón, que llamamos voluntad y que es la facultad de obrar de tal suerte que el principio de las acciones sea conforme a la esencial propiedad de una causa racional, esto es, a la condición de la validez universal de la máxima, como una ley. Pero si además fuera en busca de un objeto de la voluntad, esto es, de una causa motora tomada del mundo inteligible, entonces traspasaría sus límites y pretendería conocer algo de que nada sabe. El concepto de un mundo inteligible es, pues, sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el hombre; pero es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que según su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad, que es la única que puede compadecerse con la libertad de la voluntad; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan por resultado heteronomía, la cual no puede encontrarse más que en leyes naturales y se refiere sólo al mundo sensible.
Pero si la razón emprendiera la tarea de explicar cómo pueda la razón pura ser práctica, lo cual sería lo mismo que explicar cómo la libertad sea posible, entonces si que la razón traspasaría todos sus límites.
Pues no podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes, cuyo objeto pueda darse en alguna experiencia posible. Mas la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede exponerse de ninguna manera por leyes naturales y, por tanto, en ninguna experiencia posible; por consiguiente, puesto que no puede darse de ella nunca un ejemplo, por ninguna analogía, no cabe concebirla ni aun sólo conocerla. Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación y sólo resta la defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes, pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles que la contradicción que suponen haber descubierto aquí no consiste más sino en que ellos, para dar validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas, tuvieron que considerar el hombre, necesariamente, como fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen como inteligencia, también como cosa en sí, siguen, sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo, quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus fenómenos están sometidos.
La imposibilidad subjetiva de explicar la libertad de la voluntad es idéntica a la imposibilidad de encontrar y hacer concebible un interés que el hombre pudiera tomar en las leyes morales, y, sin embargo, toma realmente un interés en ellas, cuyo fundamento en nosotros llamamos sentimiento moral, el cual ha sido por algunos presentado falsamente como el criterio de nuestro juicio moral, debiendo considerársele más bien como el efecto subjetivo que ejerce la ley sobre la voluntad, cuyos fundamentos objetivos sólo la razón proporciona.
Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber, y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la razón que determine la sensibilidad conformemente a sus principios. Pero es imposible por completo conocer, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una especie particular de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que sobre ello tenemos que interrogar a la experiencia. Mas como ésta no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia, resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley y, por tanto, la moralidad. Pero una cosa es cierta, a saber: que no porque nos interese tiene validez para nosotros (pues esto fuera heteronomía y haría depender la razón pura de la sensibilidad, a saber: de un sentimiento que estuviese a su base, por lo cual nunca podría ser moralmente legisladora), sino que interesa porque vale para nosotros, como hombres, puesto que ha nacido de nuestra voluntad, como inteligencia, y, por tanto, de nuestro propio yo; pero lo que pertenece al mero fenómeno queda necesariamente subordinado por la razón a la constitución de la cosa en sí misma.
Así, pues, la pregunta de cómo un imperativo categórico sea posible puede, sin duda, ser contestada en el sentido de que puede indicarse la única suposición bajo la cual es él posible, a saber: la idea de la libertad, y asimismo en el sentido de que puede conocerse la necesidad de esta suposición, todo lo cual es suficiente para el uso práctico de la razón, es decir, para convencer de la validez de tal imperativo y, por ende, también de la ley moral; pero cómo sea posible esa suposición misma, es cosa que ninguna razón humana puede nunca conocer. Pero si suponemos la libertad de la voluntad de una inteligencia, es consecuencia necesaria la autonomía de la misma como condición formal bajo la cual tan sólo puede ser determinada. Suponer esa libertad de la voluntad, no sólo es muy posible, como demuestra la filosofía especulativa (sin caer en contradicción con el principio de la necesidad natural en el enlace de los fenómenos del mundo sensible), sino que también, para un ser racional que tiene conciencia de su causalidad por razón y, por ende, de una voluntad (que se distingue de los apetitos), es necesario, sin más condición, establecerla prácticamente, esto es, en la idea, como condición de todas sus acciones voluntarias. Pero la razón humana es totalmente impotente para explicar cómo ella, sin otros resortes, vengan de donde vinieren, pueda ser por sí misma práctica, esto es, cómo el mero principio de la universal validez de todas sus máximas como leyes (que sería desde luego la forma de una razón pura práctica), sin materia alguna (objeto) de la voluntad, a la cual pudiera de antemano tomarse algún interés, pueda dar por sí mismo un resorte y producir un interés que se llamaría moral, o, dicho de otro modo: cómo la razón pura pueda ser práctica. Todo esfuerzo y trabajo que se emplee en buscar explicación de esto será perdido.
Es lo mismo que si yo quisiera descubrir cómo sea posible la libertad misma, como causalidad de una voluntad. Pues en este punto abandono el fundamento filosófico de explicación y no tengo otro alguno. Sin duda, podría dar vueltas fantásticas por el mundo inteligible que aún me resta, por el mundo de las inteligencias; pues aunque tengo una idea de él, que tiene un buen fundamento, no tengo, empero, el más mínimo conocimiento de él ni puedo llegar nunca a tenerlo, por más que a ello se esfuerce mi facultad natural de la razón. Ese mundo no significa otra cosa que un algo que resta cuando he excluido de los fundamentos que determinan mi voluntad todo lo que pertenece al mundo sensible, sólo para recluir el principio de las causas motoras al campo de la sensibilidad, limitándolo y mostrando que no lo comprende todo en todo, sino que fuera de él hay algo más; este algo más, empero, no lo conozco. Si de la razón pura que piensa ese ideal separamos toda materia, esto es, todo conocimiento de los objetos, no nos quedará más que la forma, a saber: la ley práctica de la universal validez de las máximas y, conforme a ésta, la razón, en relación con un mundo puro inteligible, como posible causa eficiente, esto es, como causa determinante de la voluntad; tiene que faltar aquí por completo el resorte, y habría de ser esa idea misma de un mundo inteligible el resorte o aquello a que la razón originariamente toma un interés; pero hacer esto concebible es justamente un problema que no podemos resolver.
He aquí, pues, el límite supremo de toda investigación moral. Pero determinarlo es de gran importancia para que la razón, por una parte, no vaya a buscar en el mundo sensible, y por modo perjudicial para las costumbres, el motor supremo y un interés concebible, sí, pero empírico, y, por otra parte, para que no despliegue infructuosamente sus alas en el espacio, para ella vacío, de los conceptos trascendentes, bajo el nombre de mundo inteligible, sin avanzar un paso y perdiéndose entre fantasmas. Por lo demás, la idea de un mundo inteligible puro, como un conjunto de todas las inteligencias, al que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales (aunque, por otra parte, al mismo tiempo somos miembros del mundo sensible), sigue siendo una idea utilizable y permitida para el fin de una fe racional, aun cuando todo saber halla su término en los límites de ella; y el magnífico ideal de un reino universal de los fines en sí (seres racionales), al cual sólo podemos pertenecer como miembros cuando nos conducimos cuidadosamente según máximas de la libertad, cual si ellas fueran leyes de la naturaleza, produce en nosotros un vivo interés por la ley moral.
Observación final
El uso especulativo de la razón, con respecto a la naturaleza, conduce a la necesidad absoluta de alguna causa suprema del universo; el uso práctico de la razón, con respecto a la libertad, conduce también a una necesidad absoluta, pero sólo de las leyes de las acciones de un ser racional como tal. Ahora bien, es principio esencial de todo uso de nuestra razón el llevar su conocimiento hasta la conciencia de su necesidad (que sin ella no fuera nunca conocimiento de la razón). Pero también es una limitación igualmente esencial de la misma razón el no poder conocer la necesidad, ni de lo que existe o lo que sucede, ni de lo que debe suceder, sin poner una condición bajo la cual ello existe o sucede o debe suceder. De esta suerte, empero, por la constante pregunta o inquisición de la condición, queda constantemente aplazada la satisfacción de la razón. Por eso ésta busca sin descanso lo incondicional necesario y se ve obligada a admitirlo, sin medio alguno para hacérselo concebible: harto contenta cuando puede hallar el concepto que se compadece con esa suposición. No es, pues, una censura para nuestra deducción del principio supremo de la moralidad, sino un reproche que habría que hacer a la razón humana en general el que no pueda hacer concebible una ley práctica incondicionada (como tiene que serlo el imperativo categórico), en su absoluta necesidad; pues si no quiere hacerlo por medio de una condición, a saber, por medio de algún interés puesto por fundamento, no hay que censurarla por ello, ya que entonces no seria una ley moral, esto es, suprema de la libertad. Así, pues, no concebimos, ciertamente, la necesidad práctica incondicionada del imperativo moral; pero concebimos, sin embargo, su inconcebibilidad, y esto es todo lo que, en equidad, puede exigirse de una filosofía que aspira a los límites de la razón humana en principios.
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