"No hay manera de escapar a la filosofía […] Quien rechaza la filosofía profesa también una filosofía pero sin ser consciente de ella." Karl Jaspers, filósofo y psiquiatra. "There is no escape from philosophy. Anyone who rejects philosophy is himself unconsciously practising a philosophy." [Karl Jaspers, Way to Wisdom 12 (New Haven: Yale University Press, 1951)]

Las tres formas de acción humana según Arendt (revisión de la 'praxis' en Marx): labor, trabajo y acción

Según Hannah Arendt:

A) Por medio de la labor, los seres humanos producen lo vitalmente necesario que debe alimentar el proceso de la vida del cuerpo humano. Y dado que este proceso vital, a pesar de conducirnos en un progreso rectilíneo de declive desde el nacimiento a la muerte, es en sí mismo circular, la propia actividad de la labor debe seguir el ciclo de la vida, el movimiento circular de nuestras funciones corporales, lo que significa que la actividad de la labor no conduce nunca a un fin mientras dura la vida; es indefinidamente repetitiva. A diferencia del trabajo, cuyo fin llega cuando el objeto está acabado, listo para ser añadido al mundo común de las cosas y de los objetos, la labor se mueve siempre en el mismo ciclo prescrito por el organismo vivo, y el final de sus fatigas y problemas sólo se da con el fin, es decir, con la muerte del organismo individual. En otras palabras, la labor produce bienes de consumo, y laborar y consumir no son más que dos etapas del siempre recurrente ciclo de la vida biológica. Cobra pleno sentido la expresión “Sus labores” para referirse al trabajo del ama de casa y de ahí las discusiones que suscita pedir un salario para ellas.

B) El trabajo -esto no significa que “laborar” no sea tan importante o más que “trabajar”- consiste en elaborar un producto final en el doble sentido de que el proceso de producción termina allí y de que sólo es un medio para producir tal fin. A diferencia de la actividad de la labor, donde la labor y el consumo son sólo dos etapas de un idéntico proceso -el proceso vital del individuo o de la sociedad- la fabricación y el uso son dos procesos enteramente distintos. El fin del proceso de fabricación se da cuando la cosa está terminada, y este proceso no necesita ser repetido. El impulso hacia la repetición procede de la necesidad del artesano de ganarse su medio de subsistencia, esto es, del elemento de la labor inherente a su trabajo, o puede también provenir de la demanda de multiplicación en el mercado. En ambos casos, el proceso es repetido por razones externas a sí mismo, a diferencia de la compulsiva repetición inherente a la labor, en que uno debe comer para poder laborar y debe laborar para poder comer. No se debe confundir la multiplicación y la repetición, que una máquina podría ejecutar mejor y más productivamente. La multiplicación realmente multiplica las cosas, mientras que la repetición simplemente sigue el recurrente ciclo de la vida en el que sus productos desaparecen casi tan rápidamente como han aparecido.
Tener un comienzo definido y un fin determinado predecible es la característica de la fabricación, que a través de este solo rasgo se distingue de todas las demás actividades humanas. La labor, atrapada en el movimiento cíclico del proceso biológico, carece de principio y, propiamente hablando, de fin -solamente pausas, intervalos entre agotamiento y regeneración. La acción, a pesar de que puede tener un comienzo definido, nunca tiene, como veremos, un fin predecible. Esta gran fiabilidad del trabajo se refleja en el hecho de que el proceso de fabricación, a diferencia de la acción, no es irreversible: todo lo producido por las manos humanas puede ser destruido por ellas y ningún objeto de uso se necesita tan urgentemente en el proceso vital como para que su fabricante no pueda sobrevivir a su destrucción y afrontarla. El hombre, el fabricante del artificio humano, de su propio mundo, es realmente un dueño y señor, no sólo porque se ha impuesto como el amo de toda la naturaleza, sino también porque es dueño de sí mismo y de sus actos. Esto no puede decirse ni de la labor, en la que permanece sujeto a sus necesidades vitales, ni de la acción, en la que depende de sus semejantes. Sólo con su imagen del futuro producto, el Homo faber es libre para producir, y también sólo frente al trabajo de sus manos es libre de destruirlo.
Dije antes que todos los procesos de fabricación están determinados por las categorías de medio y fin. Esto se manifiesta muy claramente en el importante papel que desempeñan en ella las herramientas y los útiles. Desde el punto de vista del Homo faber, el hombre es en efecto, como dijo Benjamin Franklin, un «fabricador de útiles». Por supuesto que las herramientas y utensilios son también usados en el proceso de la labor, como sabe toda ama de casa que orgullosamente posee todos los chismes de una cocina moderna, pero estos utensilios tienen un carácter y función diferente cuando son usados para la labor; sirven para aligerar el peso y mecanizar la labor del laborante. Son, por así decirlo, antropocéntricos, mientras que las herramientas de la fabricación son diseñadas e inventadas para la fabricación de cosas; su idoneidad y precisión son dictadas por propósitos «objetivos» mucho más que por necesidades y exigencias subjetivas. Además, cada proceso de fabricación produce cosas que duran considerablemente más tiempo que el proceso que las llevó a la existencia, mientras que en un proceso de labor, que da a luz a estos bienes de «corta duración», las herramientas y útiles que se usan son las únicas cosas que sobreviven al propio proceso de la labor. Son cosas de uso para la labor, y como tales no son el resultado del mismo proceso de la labor. Lo que domina la labor que hacemos con el propio cuerpo, e incidentalmente todos los procesos de trabajo ejecutados según el modo de la labor, no es ni el esfuerzo intencionado ni el mismo producto, sino el movimiento y el ritmo que el proceso impone a los que laboran. Los utensilios de la labor son atraídos hacia este ritmo en el que el cuerpo y la herramienta giran en el mismo movimiento repetitivo -hasta en el uso de las máquinas, cuyo movimiento está más adaptado a la ejecución de la labor, ya no es el movimiento del cuerpo el que determina el movimiento del utensilio, sino que es el movimiento de la máquina el que fuerza los movimientos del cuerpo, mientras que, en un estadio más avanzado, lo substituye del todo-. Me parece altamente significativo que la tan discutida cuestión de si el hombre debe «adaptarse» a la máquina o la máquina debe ser adaptada a la naturaleza del hombre, no ha surgido nunca con respecto a los simples útiles y herramientas. Y la razón es que todas las herramientas del artificio permanecen siervas de la mano, mientras que las máquinas exigen de hecho que quien labora sirva, que adapte el ritmo natural de su cuerpo a su movimiento mecánico. En otras palabras, incluso en la herramienta más refinada existe una sierva incapaz de dirigir o de substituir a la mano; incluso la máquina más primitiva guía y reemplaza idealmente la labor del cuerpo.
La experiencia más fundamental que tenemos de la instrumentalidad surge del proceso de fabricación. Y aquí sí que es cierto que el fin justifica los medios: más aún, los produce y los organiza. El fin justifica la violencia ejercida sobre la naturaleza para obtener el material, tal como la madera justifica que matemos el árbol, y la mesa justifica la destrucción de la madera. Del mismo modo, el producto final organiza el propio proceso de trabajo, decide los especialistas que necesita, la medida de cooperación, el número de participantes o de cooperadores. De ahí que todo y todos sean juzgados en términos de su utilidad y adecuación al producto final deseado y a nada más.
De forma bastante extraña, la validez de la categoría medio-fin no se agota con el producto final para el que todo y todos devienen un medio. A pesar de que el objeto es un fin con respecto al medio a través del cual ha sido producido y es el fin del proceso de fabricación, nunca se convierte, por así decirlo, en un fin en sí mismo, al menos no mientras sigue siendo un objeto de uso. Éste inmediatamente se sitúa en otra cadena de medio-fin en virtud de su efectiva utilidad; como mero objeto de uso se convierte en un medio para, digamos, una vida confortable, o como objeto de cambio, es decir, en la medida en que se ha atribuido un valor definido al material usado en su fabricación, se convierte en un medio para obtener otros objetos.
La acción es la capacidad de comenzar algo nuevo. Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de la pluralidad humana, por el hecho de que no es ser humano, sino los humanos, en plural quienes habitan la tierra y de un modo u otro viven juntos. Vivir siempre significa vivir entre los hombres, vivir entre los que son mis iguales. Dado que siempre actuamos en una red de relaciones, las consecuencias de cada acto son ilimitadas, toda acción provoca no solo una reacción sino una reacción en cadena, todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles. Este carácter ilimitado es inevitable. Sin embargo, en claro contraste con esta fragilidad y esta falta de fiabilidad de los asuntos humanos, hay otra característica de la acción humana que parece convertirla en más peligrosa de lo que tenemos derecho a admitir. Y es el simple hecho de que, aunque no sabemos lo que estamos haciendo, no tenemos ninguna posibilidad de deshacer lo que hemos hecho.


Hannah Arendt deshace ciertos malentendidos que genera el concepto de PRAXIS (que procede del griego y que se escucha hoy en día de modo más o menos frecuente cuando se dice “buena praxis” o “mala praxis”, especialmente en la Medicina). Marx llamaba “praxis” la capacidad que tiene el ser humano para transformar el medio y organizar su vida. Pero Hannah Arendt distingue la praxis de la toma de decisiones o realización de acciones y, además, sub-divide esta praxis en, por un lado, la que se destina a la reproducción de los medios de vida (cocinar, lavar, etcétera) y, por otro, la producción de mercancías (con o sin ayuda de máquinas) que salen al mercado y no se quedan en artesanía que se usa en el hogar.